Sociológica, año 31, número 87, enero-abril de 2016, pp. 111-142
Fecha de recepción: 08/04/15. Fecha de aceptación: 24/11/15

La ampliación de la
participación infantil en México.
Una aproximación sociológica
a sus razones, obstáculos y condiciones*

Broadening Children’s Participation in Mexico.
A Sociological Approximation to the Reasons,
Obstacles, and Conditions for It

Abraham Osorio Ballesteros **

RESUMEN

El artículo defiende la idea de ampliar la participación política infantil más allá de los mecanismos tradicionales hasta ahora manejados en México. Con ese propósito retoma un conjunto de ideas y razones esgrimidas por autores e instituciones, y destaca ciertas ventajas que se pueden generar a partir de ello. También menciona ciertos obstáculos y algunas condiciones necesarias para pensar en un mayor protagonismo infantil. El trabajo concluye, entre otras cosas, que la participación infantil merece ser ampliada, tanto para reconocer las distintas implicaciones de los niños en los asuntos públicos y sociales, como para hacer efectivos sus derechos en tanto que personas.

palabras clave: participación infantil, razones jurídico-políticas y sociales, obstáculos, condiciones.

 

ABSTRACT

This article defends the idea of broadening children’s participation beyond the traditional mechanisms used until now in Mexico. It looks at a series of ideas and arguments used by authors and institutions to underline certain advantages that can come out of it. It also mentions certain obstacles and conditions for thinking about greater agency for children. It concludes, among other things, that children’s participation deserves to be broadened both to recognize the different implications for them in public and social affairs, and also to make their rights as people a reality.

Key words: children’s participation, legal-political and social reasons, obstacles, conditions.

Introducción

 

Al igual que otros términos especializados, el de participación goza de una considerable diversidad de usos y significados dentro de la política (Trilla y Novella, 2001; Batallán y Campanini, 2008). Y no es para menos, pues en ésta “participar” puede significar desde la acción simple y puntual de hacer acto de presencia, hasta maneras mucho más complejas de intervención en los asuntos públicos; maneras que la filosofía política ha englobado bajo la denominación de democracia participativa (Trilla y Novella, 2001). Tan es así, que varios autores han terminado por desarrollar ciertas tipologías para explicitar diferentes formas de participación entre los sujetos.

La mayoría de estas tipologías han estado orientadas a abordar las intervenciones de los adultos; no obstante, en los últimos años también han empezado a emerger algunas variantes de ellas para atender a los niños y adolescentes quienes, a pesar de la desconfianza con que se les mira, han mostrado distintas implicaciones en asuntos públicos o sociales que los afectan. Trilla y Novella (2001), por ejemplo, tomando como referencia la propuesta clásica de Roger Hart, presentan una tipología cuádruple para distinguir las formas de participación entre los infantes. La primera identificada por los autores es la denominada simple, en la cual los niños toman parte en un proceso o actividad como simples espectadores o ejecutantes, sin que hayan intervenido previamente en su preparación o en las decisiones de su contenido o desarrollo. Quizás el ejemplo más sencillo de esta participación es cuando los niños acuden a un evento público al lado de sus padres para seguir indicaciones o responder a estímulos. La segunda forma de participación planteada es la denominada consultiva, en la cual se escucha lo que dicen los sujetos para conocer su opinión sobre asuntos que de manera directa o indirecta les conciernen. La forma más elemental de este modo de participación puede consistir en solicitar su parecer por medio de sondeos, encuestas o cuestionarios de valoración, sin que exista ningún compromiso de acatarlo; aunque también puede darse una modalidad vinculante, en donde la declaración de los niños resulta decisiva sobre el asunto del que se trate. La tercera forma de participación es denominada proyectiva; en ella los niños no se limitan a ser simples usuarios, sino que hacen algo más que opinar desde fuera: se convierten en agentes, por medio de su implicación en algún proyecto o actividad que les afecta. Finalmente, el cuarto tipo planteado por los autores es la metaparticipación, que consiste en que los propios sujetos piden, exigen o generan nuevos espacios y mecanismos de participación, pues consideran que los canales establecidos para ella no son suficientes o eficaces (Trilla y Novella, 2001).

Lo llamativo de esta y otras tipologías es que contradicen las visiones tradicionales sobre la infancia, las cuales tienden a percibir a los niños y adolescentes como seres incapaces o incompetentes, que tienen poco interés en los asuntos públicos de sus sociedades. Sin embargo, parece que en México esto no ha sido suficientemente entendido, ya que si bien existen voces (Corona, 2006; Corona y Linares, s. f.) que desde hace varios años han alentado el reconocimiento de la intervención infantil, no ha habido tanto interés académico por integrar un corpus teórico que la fundamente y, menos aún, que promueva otras formas de participación distintas a las consultas y los denominados parlamentos infantiles, seriamente criticados en los últimos años.1

Por lo tanto, como una manera de empezar a abonar en ello, el presente trabajo tiene por objetivo presentar un primer esbozo de razones teóricas que avalen el supuesto de que los niños mexicanos pueden participar en distintas acciones públicas y no sólo en las que las instituciones estatales les han permitido hasta el momento. Es decir, busca conjuntar una serie de ideas planteadas de manera aislada o asistemática por distintos autores y organismos para sustentar la idea de ampliar la participación infantil más allá de las formas tradicionalmente establecidas.2 La hipótesis que sostiene el trabajo es que, si bien la participación de los niños mexicanos ha estado tradicionalmente acotada, existen posibilidades de ampliarla considerándolos como agentes activos, reconociendo los beneficios jurídico-políticos y sociales que pueden generar, y trabajando en ciertas condiciones con el fin de alentarla.

Para seguir un orden, se ha dividido el trabajo en cuatro secciones. En la primera se presentan algunas premisas –derivadas de la sociología de la infancia– donde se trata de evidenciar la capacidad que tienen los niños para actuar cotidianamente y, por ende, para participar en distintos aspectos, incluyendo algunos considerados públicos. Posteriormente se explicitan cuatro razones enunciadas por distintos autores para considerar la ampliación de la participación infantil en el contexto contemporáneo. Acto seguido, en la tercera sección, se abordan algunos de los obstáculos más comunes que se perciben en los horizontes académico y político nacionales que impiden la ampliación de la participación mencionada. Finalmente, en la cuarta sección se indican algunas condiciones consideradas pertinentes para alentar un mayor protagonismo político por parte de los niños y, en consecuencia, para un mayor reconocimiento de sus capacidades. Cierra el trabajo con algunas consideraciones finales donde se destacan elementos transversales del escrito que creemos necesario recordar. Planteado de esta manera, el texto a continuación busca contestar implícita y paulatinamente la siguiente interrogante: ¿qué beneficios puede generar la ampliación de la participación infantil en nuestro país, cuáles son los impedimentos más importantes que enfrenta y qué es necesario considerar para dicha ampliación?

 

 

Los niños como actores sociales
y participativos

 

Por lo general, la participación infantil se sustenta en razones políticas que, entre otras cosas, señalan los beneficios democráticos que se pueden generar a través de ella; no obstante, cuando se procede de esa manera se dice muy poco de las capacidades y acciones de las y los niños, lo que lleva a suponer que su participación sólo es una consideración extra por parte de los adultos y no tanto un reconocimiento hacia sus personas. Para evitar dicha suposición, en este texto se ha creído conveniente empezar por adoptar una nueva postura sobre las y los niños, en la cual se les reconoce como actores sociales y participativos. Pasemos a ella.

La situación de dependencia y la interpretación tradicional del desarrollo biopsicosocial de la niñez han llevado a que sea visualizada por varios sectores como una etapa o estadio presocial; es decir, una fase de preparación para la vida adulta, la cual es considerada como la verdadera vida social (Pavez, 2012). Esta consideración ha tenido efectos perniciosos en el mundo contemporáneo; uno de los más notables es que ha permitido la construcción de un estereotipo generacional sobre los niños como seres inferiores que requieren estar bajo el poder tutelar de un adulto para poderse desarrollar y dirigirse hacia la adultez racional y civilizada (Pavez, 2012).

Sin embargo, en los últimos años ha ido emergiendo una nueva visión sobre los niños, en parte motivada por distintos movimientos sociales y en parte también por la generalización de los postulados jurídicos de la Convención de los Derechos del Niño, la cual los toma como son: seres humanos con capacidades y habilidades específicas que deben ser valoradas y respetadas. Desde esta nueva perspectiva, las y los niños no son considerados entes pasivos que se limitan a recibir los contenidos dados por la sociedad para convertirse en adultos sino que, por el contrario, son tratados como agentes activos que “trasvasan experiencias de un espacio a otro de los que transitan, creando su propia cultura y configurando su propia visión del mundo” (Gaitán, 2006a: 16). Quizá quien mejor ha reconocido y alentado esta visión, desde diferentes premisas, sea la nueva sociología de la infancia.

Una de estas premisas plantea que si bien los niños están inscritos en una estructura que afecta sus vidas, ellos normalmente recrean, innovan e incluso subvierten las condiciones materiales, sociales y culturales en que se desarrollan, sea de forma consciente o inconsciente, planeada o no planeada. Esto implica que los niños no se limitan a recibir las pautas y papeles que la sociedad les inculca, sino que construyen y reconstruyen la realidad otorgada. Para visualizar la agencia infantil, varios representantes de la sociología de la infancia han tomado “como punto de referencia el debate sociológico sobre la estructura y acción de los individuos propuesto por Anthony Giddens” (Pavez, 2012: 95).3 Prout y James (1990), por ejemplo, han señalado que este debate ha permitido visualizar el papel de las niñas y los niños como agentes que negocian con otros actores individuales en un marco estructural que es producido y reproducido por ellos mismos; mientras que Mayall (2002), ha mencionado que dicho debate ha sido clave para comprender cómo los niños contribuyen a la sociedad a través de la división del trabajo, que a su vez los configura. Ciertamente, las negociaciones y contribuciones de los niños en la sociedad presentan ciertos matices de desequilibrio, pues la dependencia económica que normalmente guardan con respecto a los grupos adultos los pone en una posición de desventaja estructural.4 Sin embargo, ello no es óbice para que sigan desarrollando acciones creativas (Joas, 2002) que reconstruyan a la sociedad.

Otra premisa que maneja la sociología para evidenciar el papel de los niños como actores, aunque ahora desde una perspectiva más estructural, es la que señala que la infancia “es una estructura permanente en cualquier sociedad, aun cuando sus miembros se estén renovando constantemente” (Gaitán, 2006a: 56). Esta premisa indica que los niños pertenecen a la sociedad no sólo porque existen, sino porque de hecho participan en distintas actividades de la estructura social sobre la cual influyen. Ello se puede observar claramente cuando se examina la economía de la infancia como un todo, pero también al considerar las actividades no remuneradas que realizan los niños, como lo planteaba originalmente un proyecto de investigación auspiciado por el Centro Europeo de Viena a finales de la década de 1980.

En el caso de la economía de la infancia dice Gaitán si bien las visiones individuales de la economía señalan que una pareja sin niños estaría mejor que una que los tiene, esto no se puede aplicar para toda una sociedad porque, en principio, “las reglas de intercambio entre generaciones, donde las más jóvenes sostienen a las mayores, a la vez que cuentan con el respaldo de nuevas generaciones que las sostendrán a ellas, no han cambiado, salvo en que estos intercambios no se realizan en el nivel familiar, sino en el nivel de la sociedad en su conjunto” (Gaitán, 2006a: 62); y, en segundo lugar, porque normalmente en cada sociedad hay una economía generada a partir de las necesidades imputadas a la infancia; por ejemplo, hay empresas dedicadas a fabricar, anunciar y vender mercancías para los niños, así como profesionales orientados a trabajar con ellos, actividades que tienen una clara repercusión económica.

En lo referente a las actividades no remuneradas de los niños, cabe mencionar que muchas de ellas tienen un claro influjo en la sociedad, aunque no sean valoradas ni reconocidas. Si bien no contamos con cifras que ponderen la participación de los niños en las que se verifican dentro del hogar, por ejemplo, en varios países existen evidencias de su impacto social: en Noruega –dice Gaitán– “se observó que la contribución de los niños a las tareas caseras era la misma que la de los hombres. [Tan es así, que] esta tendencia puede aumentar merced a la creciente importancia del trabajo de las mujeres fuera de casa, lo que significa que los niños se las arreglan solos, sin interferencia de los adultos” (Gaitán, 2006a: 61).

Por último, una tercera premisa que maneja la sociología de la infancia para mostrar la capacidad de los niños es que éstos permanecen en constante relación con otros grupos sociales, lo que implica que participan “en la construcción de conocimiento y de experiencia diaria” (Gaitán, 2006a: 88). Ello se puede observar en distintos niveles. Uno de ellos es el de las relaciones individuales, en donde los niños negocian espacio, tiempo y estatus con otros niños y adultos para hacer funcionar una empresa común, como lo es un hogar; otro nivel es el de las relaciones de grupo locales, donde los niños se manejan precisamente como grupo para hacer frente a otros distintos de ellos –como son los adultos–, sea para sacar ventaja, para evitar alguna disposición o simplemente para sentirse bien con ellos mismos. Un ejemplo de lo anterior es cuando los niños de una escuela se unen para evitar el castigo de un profesor o para oponerse a sus órdenes. Esta premisa, por lo tanto, permite identificar cómo los niños se vinculan con otros grupos y sobre todo cómo negocian con ellos, aun cuando para el mundo adulto pasen inadvertidos (Gaitán, 2006a).

Las tres premisas mencionadas, que muestran la condición de los niños como actores sociales, permanecen ciertamente en un nivel teórico; sin embargo, también existen investigaciones concretas (Trilla y Novella, 2001; Liebel, 2006; Araujo, 2009; Morsolin, 2013) que evidencian las capacidades y participaciones infantiles en distintos terrenos, incluso en aquellos considerados difíciles para su desarrollo. Como ejemplo de ello se pueden mencionar los trabajos presentados por Araujo (2009), Trilla y Novella (2001) y Liebel (2006), cuyos estudios provienen de diferentes países. El primero (Araujo, 2009) muestra cómo en Argentina los niños denominados de la calle, tradicionalmente considerados desestructurados y desordenados, se unieron en 1995 para crear una revista titulada La Luciérnaga¸ que tenía como finalidad otorgar un espacio para que los menores en tales condiciones pudieran expresar sus inquietudes y frenaran, en la medida de lo posible, la estigmatización y criminalización de que eran objeto en esos momentos por parte de las autoridades. A decir del autor, los chicos tenían distintos niveles de participación, desde vendedores de la revista con lo cual obtenían recursos para su subsistencia hasta escritores de pequeños textos que luego eran intercalados con artículos especializados. Ello permitió que “no fueran simples vendedores, sino constructores del discurso de La Luciérnaga” (Araujo, 2009: 38). Fue tal el éxito que se generó entre los niños de la calle, que al cabo de pocos días varios chicos se unieron a la propuesta no sólo por la posibilidad de obtener recursos en pocas horas, sino también por la oportunidad de lograr un trato más fluido por parte de otras clases sociales, quienes cambiaban sus concepciones de ellos después de leer sus escritos.

El trabajo de Trilla y Novella, por otro lado, pone en evidencia cómo los niños de distintos sectores sociales pueden mejorar las condiciones de su ciudad al implicarse en espacios estatales creados para ello, como son los consejos infantiles implantados en Barcelona desde la década de 1990, donde tienen la posibilidad de “reflexionar, hablar y hacer propuestas sobre aquellos aspectos relacionados con la vida cotidiana de su ciudad” (Trilla y Novela, 2001).

Aunque su participación presenta muchas variantes por la composición y funcionamiento de los consejos infantiles, los niños pueden externar por medio de ellos sus necesidades y puntos de vista a los ayuntamientos, pero sobre todo, tienen la posibilidad de que se les escuche y de recibir siempre una respuesta y una explicación a sus peticiones, al margen de los resultados. El caso del Consejo Infantil de Cardedeu, una pequeña ciudad de once mil habitantes cercana a Barcelona, es un ejemplo elocuente de ello: logró canalizar demandas al ayuntamiento con el fin de solucionar problemas ínfimos desde el punto de vista de los adultos, pero importantes para los niños de la demarcación, como cambiar los horarios de riego de los parques con vistas a que fueran usados en distintos momentos y sensibilizar a los automovilistas para lograr que las calles no estuvieran atiborradas cuando salían del colegio, entre otras demandas. Lo llamativo de estas acciones –observan Trilla y Novella (2001)– no fue tanto que se lograran cambiar ciertas cosas, sino que a través de los consejos infantiles los niños presionaran a los ayuntamientos de distintos lugares para que lo hicieran en un tiempo relativamente corto, pues en caso contrario era muy probable que se prolongaran indefinidamente.

El trabajo de Liebel refleja cómo los movimientos y organizaciones de niños y niñas trabajadores en encuentros regionales e internacionales han creado posturas críticas en torno a temas que les afectan. Entre ellas destacan las relacionadas con la interpretación, ponderación y complementación de los derechos de los niños y niñas para la defensa de sus propios intereses (Liebel, 2006: 108). Tal fue el caso de los doce derechos formulados por organizaciones africanas de niños en 1994, que tenían como base los planteados por la Convención de los Derechos del Niño, pero que habían sido adecuados para atender las necesidades de los menores del continente.

También sobresalen las posturas que hacen referencia a que los niños y las niñas que trabajan merecen reconocimiento social por su desempeño, no tanto porque les interese trabajar sino porque a partir de ello conciben que pueden mejorar su trato. Evidentemente no todas las organizaciones de niños y niñas que laboran reclaman el derecho a hacerlo, pero todas coinciden en que esta actividad ya no debe ser devaluada y discriminada, sino reconocida socialmente. Tan es así, que “luchan por normas que mejoren sus condiciones de trabajo y les ayuden a trabajar con dignidad” (Liebel, 2006: 109). Finalmente, aunque no menos importante que las anteriores, encontramos posturas que aluden a que los niños y niñas que trabajan saben del valor y el impacto de sus organizaciones para tener una vida mejor. Ello implica que saben evaluar las situaciones que les afectan y sus posibilidades reales de cambiarlas si permanecen en grupos y no como individuos.

Ciertamente, los tres estudios indican acciones distintas por parte de los niños. Más aún: refieren niveles variados de participación, tanto en intensidad como en duración, pero más allá de tales diferencias comparten la idea de que los niños –a diferencia de lo que se piensa comúnmente– son agentes activos cuyas necesidades se pueden satisfacer o luchar para que otros lo hagan por ellos.

Razones jurídico-políticas y sociales
para ampliar la participación infantil

 

Las ideas anteriores exponen las capacidades que tienen los niños para participar, en la vida cotidiana e incluso en asuntos públicos y sociales, para cambiar sus situaciones o, al menos, mejorarlas. Ello bastaría para justificar la ampliación de la participación infantil que proponemos; sin embargo, dentro de la literatura especializada también se plantean otras razones que aquí quisiéramos enunciar para sustentar nuestra propuesta. Tales razones, que parecen ajenas al contexto en tanto se han generado en disciplinas particulares, se vinculan con nuestro discurso desde dos ángulos: el jurídico-político y el social.

La primera razón en favor de ampliar la participación infantil es jurídica y hace referencia a que los derechos políticos, en tanto derechos humanos, son universales y asisten a todas las personas, incluidas niñas, niños y adolescentes (Caballero, 2008). Lo cual supone que conforme se aliente una mayor participación infantil se será más congruente con la idea de que los derechos políticos son aplicables a todos los seres humanos, aunque existen particularidades que se deban considerar en el caso de los niños.

Ello puede ser cuestionable desde una mirada ortodoxa, pues históricamente los derechos políticos ha sido reservados “para quienes entran en la categoría de ciudadanos” (Caballero, 2008: 2), es decir, aquellos sujetos mayores de edad que están en condiciones de ejercer su voto, ser electos y desarrollar funciones gubernamentales. Sin embargo, es preciso entender que actualmente los derechos políticos no se limitan a este ámbito, sino que incluyen derechos de expresión, reunión y lo que en términos generales se ha denominado derechos de participación. Tanto es así que existen propuestas que toman en cuenta distintas actividades infantiles que pueden ser equivalentes a los derechos políticos de los adultos y que igualmente tienen capacidad de incidir en las decisiones de gobierno. Una de éstas es la desarrollada por Corona y Pérez (s. f.), la cual considera la noción de pertenencia prevaleciente en las comunidades indígenas para mostrar distintas implicaciones de los niños en actividades colectivas que afectan el gobierno de sus sociedades.

En el contexto internacional, esta razón encuentra su sustento en la Convención Internacional de los Derechos del Niño, donde permanecen consagrados algunos derechos de participación de los menores, que si bien no son radicales (Liebel, 2006; Gaitán, 2006a), son los primeros en reconocer las capacidades de este grupo. El artículo 12, por ejemplo, establece el derecho del niño “de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que [le] afectan, teniéndose en cuenta […únicamente] la edad y madurez” del mismo (onu, 1989), así como las obligaciones de los Estados parte para garantizar dicho derecho; por su parte, el artículo 13 indica la libertad que tiene el menor “de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o impresas, en forma artística o por cualquier otro medio elegido por el niño [con ciertas restricciones], que serán únicamente las que la ley prevea y sean necesarias” (onu, 1989). Finalmente, los artículos 14 y 15 atienden, respectivamente, la libertad del niño en cuanto pensamiento, conciencia y religión, así como de asociarse y celebrar reuniones pacíficas, sin otras restricciones más que las establecidas por la ley (onu, 1989).

En el contexto mexicano, la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, publicada en diciembre de 2014, contiene varios artículos y párrafos relacionados con la participación infantil. El artículo 2, por ejemplo, manifiesta que para garantizar la protección de los derechos de este grupo las autoridades deberán, entre otras cosas, promover su participación “en todos aquellos asuntos de su incumbencia, de acuerdo con su edad, desarrollo evolutivo, cognoscitivo y madurez” (dof, 2014); mientras que los artículos 7, 37 –en su fracción quinta–, 64, 71, 72 y 74 alientan, respectivamente, mecanismos para el crecimiento, empoderamiento y libertad de los niños, además de sus derechos de participación. Ciertamente, en ninguno de los artículos se plantea explícitamente la idea de una mayor participación de los menores; no obstante, en la mayoría de ellos se abre la posibilidad para ello en tanto que se considera la promoción o el principio de progresividad que alude al fortalecimiento de los derechos en función del crecimiento biológico y cognitivo de los niños.5

Otra razón que se puede manifestar en favor de un mayor protagonismo infantil –y que también forma parte del primer ángulo– es política, concretamente democrática.6 Como menciona Baratta (s. f.): “La democracia es una ocasión favorable para reforzar los derechos de los niños”, pero también: “Los derechos de los niños son o pueden ser una ocasión favorable para reforzar la democracia”. Por lo tanto, cuando se alienta la participación de los niños se tienen más posibilidades de fortalecer los principios democráticos que han llegado a ponerse en duda en los últimos años, ante la falta de confianza en el sistema político institucional y en sus responsables.

Es evidente que en la actualidad resulta difícil establecer una relación causal entre participación infantil y principios democráticos; sin embargo, existen indicios que hacen suponer que así puede ocurrir. Uno de éstos es el que establece que “si a los individuos se les dota de herramientas cívicas y nociones políticas mínimas en la edad temprana, como los conocimientos que se imparten en la instrucción escolar básica, es probable que en la vida adulta estén en posibilidades de desarrollarse como ciudadanos responsables, como los que requiere un contexto democrático” (Caballero, 2008: 51-52). Mientras que otro indica que la participación política se aprende participando; por lo tanto, si se promueven mayores canales de intervención entre los sujetos en formación, es más probable que la democracia pueda arraigarse. Sobre todo porque “cuando se participa se siente como propio lo que se hace, se produce un fenómeno de implicación, de motivación, de pertenencia” (Santos, s. f.). Es como cuando se aprende a montar una bicicleta: se aprende subiéndose a ella y no tanto leyendo o memorizando el manual de instrucciones (Santos, s. f.); de la misma manera ocurre con la participación: se aprende participando, ejercitándose en las actividades, y desde más pequeños mejor, porque hay un proceso de internalización mayor.

Esta razón se sustenta implícitamente en lo que Parsons denominó proceso de socialización, que hace referencia a la “adquisición por parte de los niños de las pautas y los roles sociales” (apud Pavez, 2012: 85). Este proceso –dice el autor– se presenta primeramente en la familia, pero luego se va complementando en otros espacios como la escuela y los grupos de iguales, que hacen que los niños vayan adquiriendo las pautas funcionales para el sistema. Sin embargo, a diferencia de la propuesta parsoniana ortodoxa, el proceso de socialización política aquí manejado es menos rígido –algunos dirían, bidireccional–, en la medida en que los niños no sólo reproducen el orden sino también lo recrean. Tanto es así que aquí se maneja la idea de probabilidad, y no de determinación, para dar cuenta de lo que puede ocurrir si se amplía la participación de los niños, que en este caso podría ser el reforzamiento de los principios democráticos.

Una tercera razón que se puede argumentar en favor de nuestra propuesta, y que tiene ahora un matiz más social que jurídico-político, es la protección de los niños frente a situaciones de vulneración de sus derechos. En efecto, como dice un informe del Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes, cuando existe mayor participación infantil hay más probabilidades de bajar los niveles de vulnerabilidad y riesgo de los niños, pues éstos tienen más espacio para asumir “actitudes activas y críticas en relación con las normas que regulan la vida social y legitiman o toleran las situaciones de [vulneración de sus personas]” (Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes, 2010: 19). En temas de explotación sexual, por ejemplo, la participación infantil puede hacer que los niños conozcan a profundidad sus derechos para pensar su situación y abordar su abuso, pero también para analizar de forma crítica los valores y normas que de una u otra manera la han invisibilizado a través de los años. La Oficina Internacional del Trabajo (oit) (2007) reconoce, incluso, que la promoción de las y los niños es parte de la creación de un entorno favorable para la atención y eliminación de la explotación sexual infantil, en la medida en que se reconocen sus opiniones para después operativizarlas en reformas y propuestas legislativas.

La ampliación de la participación infantil también puede ayudar a aminorar situaciones de violencia e inseguridad entre los niños y los adolescentes, toda vez que a partir de ella se toman en cuenta sus experiencias, las cuales ayudan por lo general a desarrollar estrategias más concretas y focalizadas:

 

Diversas experiencias desarrolladas a nivel de comunidades [por ejemplo] han evidenciado la importancia que puede tener la participación, la organización de grupos de adolescentes con base en valores de respeto y tolerancia de la diferencia, la búsqueda de formas no violentas y la comunicación inter e intrageneracional, [para desplazar] gradualmente los comportamientos violentos, habilitando otras modalidades de relación con el entorno (Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes, 2010: 22).

 

También sirve para desestigmatizar a los adolescentes y jóvenes de los sectores más vulnerables, que son a quienes normalmente se les responsabiliza de los sucesos de violencia e inseguridad y contra los que se generan políticas de mayor control y represión (Kessler, 2009; Wacquant, 2010).

Finalmente, la cuarta razón en favor de una mayor participación, que también se puede ubicar en el ángulo social, es que por medio de ella se puede alentar una mayor cohesión social. Esta última sufre normalmente una ambigüedad terminológica en las ciencias sociales; aquí se entiende como “un anhelo de comunidad ante un escenario de globalización y transformaciones profundas, que muchos asocian con una mayor fragmentación social y una pérdida de lazos estables” (cepal, 2007: 15). La reflexión crítica, incluso, “opone la idea de cohesión social a la de corrosión de la legitimidad y gobernabilidad de los Estados nacionales, la acentuación de brechas sociales, el surgimiento de identidades autorreferidas, la excesiva racionalización económica y la tendencia, también excesiva, a la individualización y el debilitamiento de lo público” (cepal, 2007: 15).

En términos generales, la participación potencia la cohesión social puesto que: a) incorpora o reconoce a nuevos sujetos interesados en los asuntos públicos o sociales, como podrían ser los jóvenes, niños, homosexuales y demás miembros de la comunidad lésbico-gay; b) mejora el conocimiento de la complejidad de los problemas y las formas en que se les puede abordar, en tanto toma en cuenta las posturas de varios sectores sobre ellos; c) favorece la creación de consensos sociales e incrementa la legitimidad de las decisiones vinculadas con lo público, al considerar a los diferentes actores; y d) vertebra el espacio público ponderando diversos procesos de definición de las iniciativas que afectan a los sujetos (Martín, 2008).

Es importante agregar que la cohesión social también puede generar dialécticamente la participación ciudadana, toda vez que apunta “a que todos los miembros de la sociedad se sientan parte activa de ella, como aportantes al progreso y como beneficiarios de éste” (cepal, 2007: 19), pero también porque brinda un mejor marco institucional para el crecimiento económico, la confianza y la participación (cepal, 2007). Dicho en otros términos: porque crea un contexto relativamente armónico que hace que los sujetos se sientan parte de la sociedad y, por lo tanto, más identificados con las distintas formas de participación social y pública.

Obstáculos para ampliar
la participación infantil

 

Ahora bien, aunque estos son argumentos de sobra para ampliar la participación infantil, en México y en muchos otros países de América Latina predomina cierta resistencia a tomar en cuenta a los niños y, debido a ello, a considerar sus acciones, lo que es consecuencia del entrelazamiento de varios fenómenos que aquí denominaremos obstáculos.

Uno de éstos [obstáculos] es, sin duda, el predominio de las doctrinas tutelares (o de la situación irregular) en el imaginario sociopolítico, las cuales, más allá de sus diferencias, tienden a considerar a los niños como objetos de protección, sea para atenderlos o para que los adultos hablen en nombre de ellos (García, 1994; Liebel, 2006). Sobre todo porque dichas doctrinas desconocen la capacidad que tienen los infantes de tomar decisiones y, por tanto, de hacer valer su participación. Dentro de las esferas de la sociedad que han reproducido estas doctrinas, la escuela aparece como una institución clave, pues ha sido el primer espacio en donde se han difundido y trabajado varias ideas que le han dado forma. Una de ellas es la manejada por la pedagogía tradicional, la cual caracteriza a la infancia como “una etapa que antecede a la adultez, de tránsito, marcada por la inocencia, la dependencia, la ausencia de juicio, pero sobre todo por la ‘carencia de razón’” (Cisternas y Zepeda, 2011: 5). Ello justifica que los niños sean educados para ir transitando de una manera ordenada hacia la mayoría de edad, pero también que sean excluidos de los asuntos considerados importantes por los adultos, como son los públicos, pues su supuesta condición de inferioridad natural los ubica en calidad de seres incapaces de valorar lo que los afecta a ellos y a su entorno.

Como un marco explicativo mayor, esta y otras ideas toman las aportaciones de Piaget y Parsons, cuyas obras han impactado fuertemente tanto al resto de las ciencias sociales como al contexto sociopolítico nacional. Para Piaget, el desarrollo del niño tiene una estructura consistente en una serie de etapas predeterminadas, las cuales están dirigidas al logro de una competencia lógica, que es la marca de la racionalidad adulta. Dentro de este marco los niños son ubicados como seres marginalizados que esperan transitar un pasaje para la adquisición de habilidades cognitivas, las cuales les conducirán al mundo social de los adultos (Prout y James, 1990). Por otra parte, según Parsons “las niñas y los niños son […] receptores pasivos de los contenidos que la sociedad considera necesarios para que una persona se convierta en adulta” (Pavez, 2012: 85). De esta manera, dentro del pensamiento funcionalista la “figura infantil encarna ese ‘Yo’ social que participa en el proceso de socialización, cuyo objetivo principal es transformar un ser infantil ‘salvaje’ en un producto social, que no es otra cosa que una persona adulta normalizada” (Pavez, 2012: 85).

Otro obstáculo que impide ampliar la participación infantil es el tufo no reconocido, pero todavía vigente, del modelo tradicional de ciudadanía de Marshall, el cual identifica la condición de ciudadano con el estatus social de adulto y, de manera más concreta, “con su cuádruple definición de varón, padre de familia y, por lo tanto, reproductor, trabajador y antiguo combatiente” (Benedicto y Morán, 2003: 42), que lleva a desconsiderar y a deslegitimar, por inversión, a todos aquellos sujetos que no tienen estos atributos como serían los niños y los jóvenes. Éstos podrían ser ubicados como ciudadanos incompletos, sea porque disfrutan de los derechos cívicos por delegación, con base en su pertenencia a la unidad familiar, o porque en el mejor de los casos se encuentran en esa complicada posición intermedia entre la dependencia familiar y la independencia que proporciona la integración laboral (Benedicto y Morán, 2003).

Naturalmente, en el nivel sustantivo este modelo ha sido un concepto contestado y contextualizado en distintos momentos. Sin embargo, lejos de haberse superado, parece materializarse por medio de prácticas de diferenciación que se encuentran en la base de la definición normativa de ciudadanía (Llobet, 2012). Tanto es así, que algunos autores han acudido a ciertas teorías críticas para dar cuenta de ellas. Llobet (2012), por ejemplo, retomando la teoría feminista, apunta que en la definición normativa de ciudadanía se encuentran incorporadas por lo general nociones de independencia, competencia y pertenencia, las cuales, al ser naturalizadas y pensadas por los hombres adultos, terminan por desconocer implícitamente a los niños y jóvenes quienes, desde esa definición, carecerían de tales atributos. Por su parte, Reguillo señala que las definiciones normativas que “han venido operando de manera más o menos incluyente, por la vía de los hechos han generado terribles y dolorosas exclusiones, desigualdades e injusticias, que anteceden a la formalización política, pero que se agudizan en esos territorios” (Reguillo, 2003: 3-4). Ello como consecuencia de que olvidan aspectos de carácter cultural que son indisociables a la definición de ciudadanía, lo que deja fuera a varios grupos sociales, como son los niños y los jóvenes, que se manejan bajo estos aspectos.

Otro obstáculo, vinculado con lo anterior y que afecta particularmente a los infantes de los sectores populares, es el conjunto de fuerzas sociales adversas –como la pobreza y la desigualdad– que han impedido la realización efectiva de los derechos de los niños. Qvortrup, de acuerdo con Corona (2006), señala que si bien estas fuerzas sociales aquejan tanto a adultos como a niños, estos últimos tienen la particularidad de ser afectados en marcos no construidos por ellos, sino por los primeros, lo cual significa que tienen implicaciones mayores en los infantes. Y es que, como dice el autor, “a pesar de que los niños y jóvenes constituyen aproximadamente la mitad de la población y de que realizan una gran cantidad de actividades, los cambios sociales se pactan por encima de ellos o bien a sus espaldas” (Qvortrup, apud Corona, 2006: 32).

En un trabajo seminal sobre ciudadanía y niñez, así lo menciona Yolanda Corona (2006) al abordar el tema: no se puede hablar de una ciudadanía civil o política y, menos aún, podríamos decir, de un protagonismo infantil,

 

 

si no se tienen las bases para que las personas se liberen de las necesidades materiales básicas que impone la pobreza, [ya que] es difícil pensar que una persona que ocupa todo su tiempo en sobrevivir pueda ejercer los derechos políticos [en ese contexto], por lo que tiene que asumirse que son los derechos sociales los que garantizan la base sobre la que se desarrolla la ciudadanía civil o política (Corona, 2006: 28).

 

Lo llamativo de este obstáculo es que los gobiernos lo siguen promoviendo claramente cuando alientan el manejo de un sistema de acumulación potencialmente importante, pero que en forma simultánea cristaliza una modalidad de sociedad que incluye política, social y económicamente a unos pocos y deja a millones de hombres y mujeres en situación de pobreza (Durston, 1999). En este contexto, la idea de impulsar una mayor participación infantil no constituye más que un ideal, pues se siguen perpetuando las diferencias entre los sujetos, poniendo a unos en un lugar privilegiado y a otros en categorías de segunda.

Finalmente –asociado con todo lo dicho– otro obstáculo que ha impedido ampliar la participación infantil es la dificultad que tienen los adultos y sus instituciones para entender distintas formas de participar que pueden desarrollar los niños y los jóvenes, en tanto que no obedecen a los parámetros definidos por ellos. Algunos estudios orientados hacia estos sectores (Urteaga, 1996; Corona, 2006; Corona y Linares, s. f.) enfatizan, incluso, la necesidad de considerar no sólo los comportamientos vinculados con lo público, sino también algunos más cotidianos que remiten a lo político, aunque fuera de los estrechos márgenes definidos como importantes por los adultos, por ejemplo, las elecciones. Otros autores sugieren acciones concretas para trascender dicho obstáculo, entre ellos Reguillo (2003: 20), quien partiendo de la idea de que “los jóvenes configuran ya una categoría social por derecho propio, categoría que desafía los modelos tradicionales e históricamente construidos a través de los cuales ha sido pensado el problema de la representación en el espacio público, la organización social, la participación que acompaña a la definición de lo ciudadano” insta, por un lado, a ampliar los debates en los que los jóvenes y adolescentes participan para hacer visibles aquellas áreas que requieren ser atendidas y, por otro, plantea la multiplicación y diversificación de las estrategias manejadas por los organismos para “tocar la diversidad de los universos juveniles [y] recoger de manera respetuosa […] sus demandas” (Reguillo, 2003: 21). El problema es que en México, y en el resto de América Latina, los niños y jóvenes apenas tienen espacio para ser escuchados, a pesar de que desde 1990 empezaron a surgir diversos grupos que se abocaron a la difusión de sus derechos y, más aún, a pesar de que en esa década aparecieron las primeras iniciativas para promover su participación desde el Estado. Ello puede deberse a varias situaciones, aunque quizá lo que más ha influido en ello es el adultocentrismo que todavía impera en la sociedad mexicana y que lleva a visualizar a niñas, niños y jóvenes como incapaces o incompetentes, que no pueden desarrollar acciones participativas similares a las de los adultos.

 

 

Condiciones sociales para la ampliación
de la participación infantil

 

Si bien los obstáculos anteriores constituyen barreras difíciles de superar, existen algunas condiciones sociales que pueden ayudar a ampliar la participación infantil o al menos a crear un terreno fértil para ello. Tales condiciones rebasan claramente el voluntarismo individual, pero pueden ser impulsadas desde diversas áreas o espacios de la vida social. ¿Cuáles son? Ahora las mencionaremos.

La primera condición que mencionan algunos autores (García, 1994; García y Carranza, 1990) es la evocación y asimilación de los postulados de la doctrina garantista planteada originalmente por la Convención de los Derechos del Niño y seguida por varios teóricos latinoamericanos desde entonces. Esta doctrina, a diferencia de la tutelar, concibe a los niños como sujetos plenos de derechos (García, 1994), por lo cual considera cuestiones como las siguientes: a) no hay diferencia entre los niños de los sectores altos y bajos; por el contrario todos, independientemente de su condición socioeconómica, tienen los mismos derechos; b) ningún grupo de niños puede ser sometido contra su voluntad por el simple hecho de ser pobre; y c) todos los seres humanos son iguales ante la ley. Tales cuestiones, además de ayudar a “repensar profundamente el sentido de las legislaciones para la infancia, convirtiéndolas en instrumentos eficaces de defensa y promoción de los derechos humanos específicos de todos los niños y adolescentes” (García, 1994: 27), posibilitan el reconocimiento de los distintos tipos de derechos que tienen los niños, como lo plantea originalmente la Convención.

Estos derechos son los denominados de provisión, pues apuntan a la cuestión de poseer, recibir o tener acceso a ciertos recursos y servicios; los de protección, que dan la posibilidad a los niños de recibir cuidado parental y profesional, y de ser preservados de actos y prácticas abusivas; y, finalmente, los de participación, que les permiten hacer cosas, expresarse por sí mismos y tener voz, individual y colectivamente (Cisternas y Zepeda, 2011). Si bien en la actualidad existe un reconocimiento claro de estos derechos por parte de varios grupos sociales –incluyendo a las autoridades estatales– su atención está desbalanceada, con un claro predominio de los derechos de protección y provisión. Por lo tanto, a partir del manejo de la doctrina garantista, se busca nivelarlos con el fin de generar una mayor apertura hacia la participación e implicación de los niños en distintos asuntos y no sólo en los que hasta ahora se han considerado.

La evocación y asimilación de los postulados de la doctrina garantista también puede ayudar a rescatar la idea de los niños como seres del presente y no tanto del futuro, según se manejaba –y se sigue haciéndolo– en los discursos estatales inspirados en las doctrinas tutelares o irregulares. En contraste, la misma idea de los derechos de los niños los concibe iguales a los adultos –aunque diferentes por sus características– y los valora por lo que hacen en el presente y no tanto por lo que puedan llegar a hacer. Esto es bastante significativo, pues deslegitima el sometimiento de los niños bajo la idea de que podrán ser alguien en la vida.

Otra condición que es necesario tomar en cuenta para pensar en una mayor participación infantil es la institucionalización de la ampliación del concepto de ciudadanía. Ello permitiría lograr por lo menos tres cosas. Por un lado, un manejo menos teórico y dogmático del tema, que posibilite tomar en cuenta a varios actores tradicionalmente olvidados o marginados de los asuntos públicos, como las niñas, los niños y los jóvenes, evidentemente, pero también a otros sectores incluidos en términos formales, aunque excluidos en distintos momentos, como lo son los indígenas y, en los últimos años, los grupos de jóvenes con orientaciones sexuales distintas. Se lograría con ello construir “una teoría realista de la ciudadanía que tenga en cuenta los cambios estructurales e institucionales que se han producido” (Injuve, s. f.: 18). Por otro lado, se pueden evidenciar las maneras en que se representa y construye la ciudadanía desde diferentes grupos sociales, incluidos los niños, lo cual es central pues –como dice Reguillo en referencia a los jóvenes–las “formas de organización han cambiado aceleradamente, de los cuadros del partido, de las células guerrilleras, de las organizaciones estudiantiles, de los bloques socialistas, han ido transitando hacia formas más fluidas, itinerantes, que las vuelven más temibles, pero al mismo tiempo, más vulnerables” (Reguillo, 2003: 2). Tal situación se ve reflejada en las formas de participación, las cuales van desde pequeñas acciones hasta grandes manifestaciones en distintos espacios. Finalmente, también se puede reconocer que la ciudadanía es una construcción dinámica, relacional y multidimensional, que puede ampliarse para captar las prácticas de los diferentes actores, sometidas a una transformación en paralelo con los grandes procesos de cambio social (Benedicto y Morán, 2003).

Una tercera condición que es necesario atender para pensar en una mayor participación infantil en la vida comunitaria es el mejoramiento de las condiciones sociales, particularmente las de los niños de sectores marginados o pobres. Es evidente que en la actualidad “nos enfrentamos a modelos de política social que ignoran sistemáticamente el problema de la falta de equidad y de justicia en nuestras sociedades, y que se basan en la noción de derechos individuales para no abordar la exigibilidad de los derechos sociales” (Corona, 2006: 30). También es evidente que asistimos al crecimiento de la población de este sector al amparo, desdichadamente, de la leyenda negra que en la región latinoamericana ha convertido particularmente a adolescentes y a jóvenes en los principales sospechosos de las violencias que sacuden a las sociedades (Reguillo, 2003). Sin embargo, esto no es óbice para que se puedan mejorar las condiciones de niños y jóvenes, sobre todo si se entiende, entre los gobiernos y políticos en turno, que gran parte de su legitimidad descansa en la satisfacción de las necesidades elementales de sus ciudadanos, que ha venido en picada ante el crecimiento desaforado de la pobreza y la desigualdad que aquejan a vastas sociedades. Si parafraseamos a Sen –como sugiere Óscar Guerra– el punto central del desarrollo para los gobiernos debe radicar “en la promoción de la riqueza de la vida humana entera, entendiendo que la riqueza económica es sólo una parte de ella” (Guerra, 2012: 52), pues a partir de tal base se pueden fortalecer las instituciones democráticas de participación. Tanto es así que algunos autores hablan de atender los aspectos sociales para dar paso a una atención mínima del estatus civil y político de los sujetos (Guerra, 2012).

Una última condición que es importante considerar para que sea posible ampliar la participación infantil es el manejo de ciertas ideas complementarias a las planteadas por la psicología del desarrollo, como las promovidas por la nueva sociología de la infancia, toda vez que ayudan a desnaturalizar y a problematizar supuestos considerados como dados sobre los niños. Al hacerlo, se reconsideran sus capacidades y sus posibilidades de acción en distintos asuntos, incluidos los públicos.

Ciertamente –según señalan James y Prout (1990)– es una tarea bastante difícil, pues los conceptos del desarrollo y la socialización –que son los que se utilizan actualmente para desconocer la agencia de los niños– tienen todavía mucho dominio dentro de las ciencias sociales y los esquemas cotidianos. Sin embargo, existen voces que desde hace algunos años han estado empujando con el fin de des-hegemonizar dichas ideas y visualizar de una nueva manera a los niños, para tomar en cuenta sus acciones y posiciones. Por ello, creemos que para reconocer las capacidades de los niños, aun en los espacios considerados públicos, un buen medio sería el manejo de nuevas ideas y concepciones trabajadas desde la sociología de la infancia que, pese a su desarrollo lento, se ha ido instaurando en distintas partes del mundo.

 

 

Consideraciones finales

 

La participación infantil, tan fundamental para enfrentar distintas situaciones que aquejan a las instituciones y a la sociedad en su conjunto, ha sido reconocida por varios autores, quienes han desarrollado ciertas tipologías con la intención de dar cuenta de las distintas formas que adquiere, desde las más simples hasta las más complejas. Sin embargo en México, como en otros países de América Latina, esto no ha sido suficientemente atendido, ya que los niños son el último grupo social que no ha visto reconocidos sus derechos de reclamar una participación activa en los espacios políticos y económicos vigentes (Gaitán, s. f.). Tanto es así, que desde hace algunos años empieza a haber una suerte de preocupación académica, tanto por los efectos perniciosos que se pueden generar a partir de ello, como por el incremento del abstencionismo electoral.

En este contexto, el presente trabajo buscó exponer algunas ideas para sustentar la propuesta de ampliar la participación infantil más allá de los mecanismos tradicionales impulsados por las instituciones estatales, los cuales, aunque son importantes, no son los únicos ni los más idóneos para evidenciar las capacidades de los niños. El escrito, por lo tanto, propuso un ejercicio integrador de varias nociones planteadas por diversos autores e instituciones heterogéneas, con el fin de reconocer el protagonismo infantil, tan comúnmente desvalorado. Por cierto, el contenido tiene una impronta teórica y altamente apriorística, pero ello fue más consecuencia de las pocas investigaciones sobre el tema que del desconocimiento o la falta de seriedad. Según creemos, el artículo logró evidenciar la necesidad de ir más allá de las consultas y los denominados parlamentos infantiles que, si bien reconocen a los niños, lo hacen de una manera reducida en tanto que son promovidos por y desde los adultos.

Para cerrar el trabajo solamente quisiéramos destacar tres ideas que constantemente lo atraviesan y que hemos querido defender implícitamente. La primera es que la participación infantil merece ser ampliada, tanto para reconocer las distintas implicaciones de los niños en los asuntos públicos y sociales, como para hacer efectivos sus derechos como personas. Ello no implica desconocer sus particularidades pues, por obvias razones, los niños necesitan ser tratados de manera distinta, pero eso no puede servir de excusa para excluirlos –como ha venido ocurriendo a lo largo de décadas– de los asuntos públicos y sociales que les afectan. La segunda idea a considerar es que, si bien existen acuerdos sobre los beneficios de reconocer la participación desde la infancia, también hay una serie de obstáculos estructurales que impiden su consecución y, en algunos casos, hasta su consideración. Tales inconvenientes incluyen desde cuestiones de desventaja biológica hasta concepciones que desconocen la capacidad de los niños. Finalmente, la tercera idea que conviene recordar es que para hacer posible la ampliación de la participación infantil es necesario tomar en cuenta ciertas condiciones que, si bien parecen difíciles de generar, los gobiernos pueden promover en aras de reforzar su legitimidad y la de sus instituciones.

 

 

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1 En México la participación infantil ha estado acotada normalmente a las consultas infantiles y juveniles, promovidas desde la década de 1990 por el Instituto Federal Electoral (ife), ahora Instituto Nacional Electoral (ine), y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (unicef, por sus siglas en inglés) y, en menor medida, a los denominados “parlamentos infantiles”, convocados por instituciones como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (cndh), la Secretaría de Educación Pública (sep) y el Congreso de la Unión, entre otras. La crítica más frecuente que se ha hecho a dichas formas de participación es que, si bien ambas reconocen las capacidades de los niños también terminan por limitar su participación, pues mientras la primera sólo pide su opinión sobre preguntas previamente establecidas por los adultos, la segunda busca simular su implicación en una sesión plenaria del Congreso o en el trabajo en comisiones legislativas (Caballero, 2008).

2 Por “ampliar la participación infantil” entendemos ir más allá de las consultas y los parlamentos infantiles, pero no sólo para considerar formas más sofisticadas de participación (como podrían ser los denominados “consejos infantiles”, donde los niños aprenden a expresar sus necesidades para después solicitar su solución a las autoridades correspondientes), sino también para tomar en cuenta acciones cotidianas que igualmente llegan a utilizar los niños con el fin de enfrentar o mejorar sus situaciones o comunidades. Ciertamente esta idea puede resultar arriesgada y hasta atrevida para el discurso político especializado, pues en México no existe mucho trabajo académico y político al respecto; sin embargo, plantearla en estos momentos –cuando la participación parece cada vez menos concurrida–puede ser una primera vía para empezarla a considerar.

3 Este debate, como lo menciona la propia teoría de la estructuración de Giddens (1995), plantea que lo social es producto de los actores y los actores son un producto social. Dicho de otra manera: los actores son producto y productores de la sociedad, que a su vez los genera. En una cita por demás representativa así lo mencionaba el autor: “En la teoría de la estructuración sostengo que ningún sujeto (agente humano) ni objeto (sociedad o instituciones sociales) se puede considerar primado sobre el otro. Cada uno de ellos está constituido en, y a través de, prácticas recurrentes. La noción de acción humana presupone a la institución y viceversa. Por eso, explicar dicha relación implica considerar cómo tiene lugar la estructuración (producción y reproducción a través del tiempo y el espacio) de las prácticas sociales” (Giddens, 1995: 86).

4 Berger y Luckmann así lo enunciaban hace varios años: “Aunque el niño no sea mero espectador pasivo en el proceso de socialización son los adultos quienes disponen las reglas del juego. El niño puede intervenir en el juego con entusiasmo o con hosca resistencia, pero por desgracia no existe ningún otro juego a la mano” (apud Pavez, 2012: 90).

5 De acuerdo con Vázquez y Serrano: “El elemento a señalar cuando pensamos en el principio de progresividad es que en materia de implementación este principio aplica por igual a derechos civiles y políticos y a derechos económicos, sociales y culturales, porque siempre habrá una base mínima que deba atenderse, pero sobre ella los Estados deberán avanzar en su fortalecimiento” (s. f.: 160).

6 Es importante aclarar que, para los efectos de este trabajo, no consideraremos las diferencias que existen entre lo que la teoría política define como democracia participativa y democracia representativa pues, además de que existen abundantes trabajos sobre ello, lo que pretendemos aquí solamente es justificar el beneficio que puede traer para la democracia alentar la ampliación de la participación infantil.

* Algunas ideas desarrolladas en este trabajo empezaron a germinar en un congreso de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales (Somee) en 2014, donde presenté en coautoría con José Javier Niño Martínez un texto sobre infancia y ciudadanía.

** Profesor-investigador en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma del Estado de México (uaem). Correo electrónico: <sub_abraham@yahoo.com.mx>.