Sociológica, año 31, número 89, septiembre-diciembre de 2016, pp. 45-68
Fecha de recepción: 19/05/15 Fecha de aceptación: 18/05/16

El otro como amenaza y la internalización
de la diferencia en ámbitos residenciales
cerrados suburbanos del Área
Metropolitana de la Ciudad de México*

The Other as Threat and the Internalization
of Difference in Suburban Gated Communities
in the Mexico City Metropolitan Area

Guénola Caprón**

RESUMEN

El artículo busca analizar cómo se perciben mutuamente los residentes de un sector de urbanizaciones y ámbitos residenciales cerrados y los pobres que viven del otro lado del muro y a menudo trabajan para ellos. Se busca mostrar cómo, en un contexto marcado por la inseguridad, la relación desigual entre trabajadores y empleadores está estructurada por el poder que ejercen los residentes sobre los pobres, produciendo estigmatización y autodesvalorización de estos últimos, y cómo éstas producen distanciamiento social y espacial. El artículo reflexiona sobre la desconfianza y el miedo, condiciones propias de la modernidad líquida que impera y caracteriza las relaciones entre pobres y ricos en la sociedad contemporánea.

PALABRAS CLAVE: otredad, extraño, inseguridad, miedo, desigualdad, representaciones sociales, urbanizaciones cerradas.

 

ABSTRACT

This article analyzes how the residents of a gated community and the poor living on the other side of the wall, who often work for the former, perceive each other. The author seeks to show how, in a context marked by insecurity, the unequal relationship between workers and employers is structured by the power exercised by the latter over the former, spawning stigmatization and self-devaluation of the workers and how this produces social and spatial distancing. The article reflects on mistrust and fear, conditions endemic to the prevailing “liquid modernity” and that characterize relations between the poor and the rich in contemporary society.

Key words: otherness, stranger, insecurity, fear, inequality, social representations, gated communities.

En México, la inseguridad se ha vuelto desde hace más de tres décadas un tópico central en la agenda política y en las preocupaciones de las personas, con momentos de crisis paroxísticos. Muy a menudo, esta situación se resume en un conjunto de estadísticas sobre victimización y percepción de inseguridad. Sin embargo, el sentimiento de inseguridad tiene múltiples dimensiones (véase, entre otros, Low, 2003; Bauman, 2007; Vilalta, 2011), que las encuestas no captan bien. Una de ellas es el miedo al otro que, si bien ha sido abordado repetidamente (véase en el contexto latinoamericano, entre otros, Caldeira, 2000; Reguillo, 2002; Cisneros, 2008; Kessler, 2009), necesita más profundización, en particular porque en cada clase social los miedos se encarnan de formas distintas, según los grupos y el contexto socioterritorial en el cual se desarrollan.

El encierro residencial de los fraccionamientos privados es uno de estos contextos establecidos en gran parte por el miedo. ¿A qué “otros” teme la clase media-alta1 que vive en ámbitos cerrados y vigilados del Área Metropolitana de la Ciudad de México (amcm)?; ¿de qué manera este temor provoca distanciamiento tanto social como espacial entre los grupos? De modo más operacional, nos preguntamos ¿cómo se ven mutuamente los ricos y los pobres que residen de un lado y del otro de un muro o de una reja?; ¿qué pasa cuando el ser temido se mete dentro del territorio protegido?

En los suburbios del norte de la amcm, donde se realizaron las observaciones de campo que sostienen este trabajo, el miedo no fue el único motivo que llevó a los residentes a instalarse en urbanizaciones cerradas. En los años ochenta, cuando se empezaron a construir, la búsqueda de un entorno privilegiado y agreste también fue un motivo que atrajo a las familias. No obstante, con los años el miedo al crimen se ha vuelto un tema central de la vida cotidiana y del paisaje de esas urbanizaciones cerradas. La hipótesis es que el miedo al crimen es un miedo al otro diferente y estigmatizado, en particular si es cercano. La diferencia y la estigmatización que están en la raíz del temor surgen de la relación de poder desigual entre los seres humanos y los grupos, y son social y simbólicamente construidas.2

El presente trabajo se basa en el análisis de entrevistas sobre las representaciones sociales que tiene la clase media alta de los “otros” que viven tras el muro o en zonas estigmatizadas de la ciudad, y a su vez de aquellas que tienen los trabajadores acerca de los residentes adinerados, en varios ámbitos residenciales cerrados de la zona suburbana del amcm, de un suburbio de clase media donde abundan las enclosures y de un sector híper vigilado de urbanizaciones cerradas de la periferia urbana.

Desde hace casi 15 años he desarrollado trabajos de campo sobre urbanizaciones cerradas, entre los cuales la mitad han sido realizados en la Ciudad de México. En estas últimas se hicieron 16 entrevistas a residentes en dos fases: en 2008 sobre el malestar urbano y en 2012 sobre sus representaciones de la otredad. A estas entrevistas se agregan otras 23 a residentes del suburbio de clase media-alta, de fraccionamientos y conjuntos abiertos y cerrados. También en 2012 realicé 18 entrevistas a empleados: domésticos, de la construcción, de los comercios y servicios, a policías. Es importante señalar que si bien las entrevistas a los residentes se realizaron a domicilio, fue imposible acceder a los trabajadores en las mismas condiciones, incluso porque las patronas querían estar presentes a la hora de la entrevista con las empleadas, ejerciendo control sobre ellas. Por este motivo, se optó por efectuar entrevistas más cortas con los trabajadores en espacios públicos como paradas de transporte para las empleadas domésticas, o en sus lugares de trabajo para quienes laboran en supermercados o a los policías. Estas últimas entrevistas tienen un carácter más exploratorio que las realizadas a los residentes.

A través del estudio de los discursos de sujetos que conforman grupos sociales distintos y contrastados busco analizar los procesos de estigmatización y criminalización de la otredad y de la pobreza; la construcción de las fronteras simbólicas y morales entre los grupos sociales; así como la naturalización e internalización de la desigualdad por parte de los pobres. Este desarrollo nos llevará a revelar cómo estos procesos de construcción de otredades y fronteras ponen la confianza en jaque y dificultan la cohesión social.

 

 

Los procesos de estigmatización y criminalización
de la otredad y de la pobreza

 

Los ámbitos residenciales cerrados, al promover una revisión sistemática de la identidad de los entrantes, y en algunos casos el registro de sus coches y sus pertenencias, son espacios que fabrican sospechas hacia el otro diferente. En este apartado analizaremos cómo los otros diferentes, en particular los pobres, son estigmatizados y hasta criminalizados por los residentes de estos suburbios.

 

La construcción social del extraño

 

El extraño no sólo es el otro diferente que cuestiona la identidad individual y social, sino más bien el otro percibido como inferior e intruso y que hay que mantener lejos (Sabido, 2012). Todas las sociedades y los grupos sociales generan y temen a extraños: así, los ricos temen a los pobres, los pobres de una colonia temen a los pobres de la colonia vecina, etcétera. “Lo foráneo, lo que está afuera, es precisamente esta oposición imaginaria que el grupo necesita para tener identidad, cohesión, solidaridad interna y seguridad emocional” (Bauman, 1994, citado por Sabido, 2012: 45). Según Bauman, el extraño se caracteriza por su ambivalencia, está a la vez cerca y lejos, es a la vez esto y otro (citado por Sabido, 2012: 120, 124).

Las figuras de la otredad y de la extrañez, que pueblan el imaginario de las clases acomodadas que residen en el suburbio y en la periferia de urbanizaciones cerradas, son múltiples. Por un lado, están los pobres imaginados por las clases media-alta y alta que viven en colonias estigmatizadas como peligrosas, cercanas o lejanas; los pobres más cercanos, pero desconocidos, como los trabajadores de la construcción; y los extraños como los policías, y más aún las empleadas domésticas, que tienen la ambivalencia de ser a la vez familiares e inferiores, intrusas toleradas, ya que son necesarias dentro de los conjuntos cerrados. Por otro lado, el enemigo también puede ser interior, como por ejemplo cuando se presume que los vecinos pueden ser narcotraficantes.

En las urbanizaciones cerradas, son las relaciones entre las patronas y sus empleadas domésticas (y con los trabajadores de la zona en general), que al prestar un servicio se insertan en un vínculo de servidumbre, las que principalmente construyen la figura del extraño: “La forma social del extraño es posible en tanto se establece ‘contacto’ con éste, en tanto se experimenta la proximidad de su presencia” (Sabido, 2012: 68). No obstante, a su vez, como lo veremos más adelante, los extraños también son los residentes de las urbanizaciones cerradas más recientemente construidas en el mismo sector urbano, que cuentan con una posición social y un nivel socioeconómico similares, pero tienen un tiempo de arraigo diferente, conformando también una figura del otro estigmatizado. Este grupo es considerado como inferior por los residentes más antiguos, a pesar de que el costo de sus casas no se aleja mucho del precio de los bienes inmobiliarios de algunos de los viejos habitantes del fraccionamiento de clase media-alta, clasificado como B+ por bimsa-ipsos. Esta construcción del extraño inferior recuerda lo que Elias (1998) planteaba acerca de la producción de desigualdades simbólicas entre “establecidos” y “marginados” dentro de la localidad obrera de Winston Parva. La disparidad entre los dos grupos que estudiaba Elias proviene del tiempo de arraigo en la localidad, ya que no existen diferencias socioeconómicas o raciales entre ellos. En este sentido, Elias recalca la naturaleza social –es decir, la relación en sí– de la desigualdad.

 

La estigmatización de los otros

 

La representación social negativa que tienen los residentes de las urbanizaciones cerradas de los extraños desemboca en procesos de estigmatización de estos últimos. Lo que interesa a Elias (1998), a diferencia de a Goffman cuando analiza la estigmatización, no es tanto cómo el estigma social se construye a partir de la relación, en el orden de la interacción social y de la copresencia, entre sujetos a partir de sus marcas corporales individuales (es decir, fenotípicas), que les asignan un rol social y conducen a etiquetarlos a partir de estereotipos, sino más bien cómo surge el estigma social como relación entre dos grupos, el de “nosotros” y el de “ellos” (Sabido, 2012), y cómo se erige la relación de poder y superioridad entre los dos. Como lo recalca Elias (1998), la relación, asimétrica, que entablan los dos grupos proviene del poder que tiene el grupo de los superiores sobre el de los inferiores. Los residentes expresan su orgullo de ser un grupo cohesionado y a la vez su desprecio hacia el grupo “inferior” percibido como intruso. Los habitantes del sector de urbanizaciones cerradas describen a las personas que viven en las zonas percibidas como peligrosas como gente “morena”, “más chaparra”, “con obesidad”, calificativos que en sí mismos no son despreciativos, aunque el desprecio que tienen algunas patronas hacia sus empleadas domésticas, que aflora muchas veces, expresa la relación de poder que tienen sobre ellas, lo cual sin duda implica una connotación social, pero también en ocasiones racista, hacia los y las indígenas. Cuenta un empacador de supermercado: “La otra vez se perdió un celular y la señora, bien alterada, se puso a gritar […], y el celular estaba ahí, se le había caído en una bolsa [y culpó a dos empacadores de supermercado], y ya cuando se iba, se regresa y nos dijo: ‘chingen su madre pinches indios rateros’ ”.

De hecho, las relaciones de poder no sólo se dan entre los “ricos” y los “pobres”, sino también entre los propios pobres. Las empleadas domésticas se quejan de los comportamientos a veces abusivos y vejatorios de los policías hacia ellas:

Los vigilantes son también bien déspotas con uno, piensan que uno viene a robar, lo tratan mal, desde vigilantes hasta muchos de los habitantes de ahí […] te hablan mal.

Algunos abusan del uniforme, del cargo que traen […]. O que les demos para el chesco […]. Y a la gente nueva que llega, sí abusan mucho de ellos. Les quitan todo lo que traen.

Pues a veces sí es molesto porque venimos y a ver, muéstrenos su bolsa o a ver, que es lo que lleva, como luego que aquí nos regalan algo, pues, este [...], muéstreme si trae alguna salida o algo, pues se supone que si vamos por ahí es porque nos lo dieron aquí, no porque lo [hayamos] tomado.

 

La comunidad, que es una manifestación de la cohesión social y que claramente es una construcción social, actúa como un referente moral y es un potente cemento entre los individuos a la hora de presentarse frente a los “otros”. Si bien hay diferencias sociales percibidas entre las clases media-alta y alta, entre recién llegados y “pioneros” dentro del sector urbano de conjuntos cerrados, también es cierto, como lo dice una entrevistada, que “somos como un pueblo, todos nos conocemos”. De la misma manera predomina la idea de que “todos somos iguales” frente a los pobres empleados por los residentes, grupo “minoritario”, pero más bien invisibilizado –por ejemplo, en algunos conjuntos residenciales cerrados no tienen derecho de caminar dentro del fraccionamiento, más que para dirigirse a su lugar de trabajo–3 y cuyos vínculos son debilitados, adentro, por los efectos de la competencia y la ausencia de organización social entre ellos, y afuera por la falta de empleo y la criminalidad que impera en sus colonias. Esta fuerte cohesión grupal imaginada de los residentes, que Elias (1998) también nombra “carisma del grupo”, se traduce para el caso de los habitantes de las urbanizaciones cerradas en un sentido fuerte de pertenencia a un mismo grupo social, en un sentido de comunidad, el “ideal nosotros”.

La estigmatización se construye con base en las representaciones sociales negativas que tiene el grupo de los superiores hacia los inferiores, a quienes visualizan como los “malos”, los “de allá”, de clase más baja, incluso a pesar de que, como sucede en el caso de los residentes más recientes del sector urbano de urbanizaciones cerradas, no hay diferencias sociales entre ellos y los clasifican con prejuicios. Estas expresiones (por ejemplo, el “allá”, “los de Atizapán”, cuando el sector de urbanizaciones cerradas es parte de este municipio) son muy recurrentes en el lenguaje de los residentes. Refuerza otra división entre el “abajo” y el “arriba”, muy común en las ciudades latinoamericanas, que expresa la distanciación con los otros y las relaciones de poder entre los grupos, materializadas por la territorialización extrema en los casos de los fraccionamientos y conjuntos residenciales cerrados. “Un grupo puede estigmatizar a otro efectivamente sólo mientras esté bien establecido en posiciones de poder de las cuales el grupo estigmatizado se encuentra excluido” (Elias, 1998: 89).

 

La criminalización de la pobreza

 

Cuando los sujetos hablan del “crimen”, lo relacionan muy a menudo con otros aspectos de la vida social, económica, moral: “It addresses the various sources of insecurity that pervades people’s lives and […] and it makes explicit the connections that the ‘crime related’ anxieties of citizens have [with] social conflicts and division, social justice and solidarity” (Sparks et al., 2001).4 Por un lado, el miedo al delincuente es ante todo, según Lechner (1998), un miedo al “otro”. Adicionalmente, el proceso de estigmatización de los pobres se asocia, en los tiempos líquidos de inseguridad e incertidumbre, a un proceso de criminalización de la pobreza. “Fear of crime as a rhetorical strategy […] translates into fear of poor people, the supposed perpetrators of crime” (Low, 2008).5 El discurso de la contaminación y de la purificación está estrechamente vinculado con la criminalización y la seguritización (Tuan, 1979). A los pobres se les acusa de ser delincuentes y peligrosos y de tener hasta estigmas corporales de su maldad. “Se les ve cara de malos”; “te pueden secuestrar”; “a la gente que tiene ganas de delinquir se les ve en la cara”. Estas clasificaciones lombrosianas6 (“la cara de malos”, que a su vez se vincula con la descripción que hacen los “ricos” de los “pobres”: gente “chaparra”, “con piel morena”, etcétera) contribuyen a criminalizar a las personas en condición de pobreza. La criminalización en los discursos ordinarios de las clases media y alta son parte de sus estrategias de exclusión social (Sibley, 1995). Así, una patrona de una urbanización cerrada dice haber despedido de un hilo a diez empleadas porque le robaron. Durin (2013, con base en una nota de 2011 del periódico El Norte) recuerda el caso de un alcalde del municipio de San Pedro Garza en Monterrey, quien quiso realizar un censo de las y los asistentes en los hogares del municipio, con el argumento de que el “60% de los robos a casa-habitación los cometen los trabajadores domésticos”, idea ampliamente compartida por los residentes entrevistados en el sector de urbanizaciones cerradas donde levantamos la encuesta.

Para dos tercios de los informantes del sector de urbanizaciones cerradas y del suburbio de clase media, el miedo se encarna en categorías sociales como los vendedores ambulantes, y más cerca de sus casas, las pandillas asociadas al tráfico de droga, los gitanos, los trabajadores de la construcción. Predomina la representación social de que los pobres prefieren robar más que ganarse dignamente su vida, en oposición a la clase laboriosa: “Son gente que vive en casas muy sencillas, quizá de lámina [...], quizá no tan sencillas pero que a lo mejor no tienen trabajo, no tienen un ingreso, y la necesidad los hace delinquir. Hay muchas zonas como [...] ¿perdidas les llaman?, que no tienen servicios, en donde llegan y se establecen [...] paracaidistas [...]. O quizás hasta por la educación se les hace más fácil robar que ponerse a trabajar”.

Los albañiles cristalizan los miedos y las ansiedades de los habitantes suburbanos que viven en fraccionamientos y conjuntos cerrados. “Se sabe que los trabajadores son todos un poco rateros”, dice un residente de una urbanización cerrada. Incluso las empleadas domésticas que son “de confianza”, a pesar de que son casi como de la familia, pero finalmente no lo son, aun cuando tienen la posibilidad de penetrar en la intimidad de sus patrones “obviamente no me gustaría encontrarla en mi cuarto viendo mis cosas o en mi cama”, dice una joven, siempre se mantienen como sospechosas por tener contactos estrechos con el mundo exterior, peligroso y amenazante (pueden ser novias o esposas de un delincuente, etcétera). Una patrona dice “haberse sentido de nervios porque [su] muchacha andaba con un albañil de una construcción de enfrente de su casa”. Otra afirma que su empleada es como de la familia, es como una amiga, pero que el riesgo es “que se den cuenta de que pueden hacer daño a mi familia”: “Cuando hubo muchos robos se supo que eran las empleadas domésticas las que se daban cuenta de que había dinero y organizaban todo el complot […]. Los trabajadores, hay muchos muy humildes, no te dan confianza [...]. La gente que pueda detectar que hay cierto nivel en la zona y que te quieran hacer algo por el simple hecho de que saben que eres de esta zona”.

Estigmatizar a los trabajadores con base en categorizaciones en parte imaginarias es apuntar su condición de pobres e inferiores, desvalorizarlos, discriminarlos, y expresar un poder sobre ellos, tornándose la asimetría de poder en una herramienta de la desigualdad no sólo social sino también simbólica entre los grupos. La criminalización de la pobreza basada en estigmatizaciones lombrosianas es una manifestación del miedo al otro que busca encasillarlo en la figura de lo peligroso y así poder controlarlo. Por ejemplo, justifica la exigencia a los empleados de portar credenciales así como los cacheos en las salidas. En algunos fraccionamientos cerrados hasta ciertos comportamientos como caminar en la calle (aunque no hacer jogging) son identificados por los prestadores de servicios de vigilancia como sospechosos.

 

 

La construcción de fronteras territoriales,
simbólicas y morales

 

El temor al otro estigmatizado, peligroso y criminalizado genera temores y estrategias de distanciamiento físico, social y moral por parte de los residentes hacia los “marginados”, que analizaremos en este apartado.

La geografía urbana del peligro

 

El distanciamiento físico frente a los grupos sociales percibidos como peligrosos dibuja toda una geografía del territorio de la ciudad articulada alrededor de los lugares seguros y los peligrosos. El peligro y el riesgo de una zona son construcciones sociales que vinculan una eventual experiencia de victimización, directa o indirecta aunque la mayoría de las veces no sea así, con una determinada reputación difundida por los medios, las estadísticas de la delincuencia, el rumor, etcétera (véase Cisneros, 2008). Los mapas de hot spots publicados por algunos periódicos a petición de la policía contribuyen a la estigmatización socioterritorial. La geografía de la inseguridad de las clases medias-altas suburbanas incluye lugares como Tepito, Iztapalapa, las colonias Doctores y Buenos Aires, donde en general los entrevistados nunca han estado y conocen sólo su reputación, así como colonias populares cercanas a las urbanizaciones cerradas, que también se imaginan peligrosas sin nunca haberlas visitado. El Centro Histórico de la Ciudad de México, en particular, cristaliza las ansiedades. Para más de la mitad de los informantes del suburbio de clase media y del sector de urbanizaciones cerradas entrevistados en 2008, cualesquiera que fueran sus lugares de residencia (el suburbio de clase media o las urbanizaciones cerradas), el Centro Histórico es “demasiado denso”, “lleno de ambulantes”, es un lugar “sucio” que “huele mal”, “arriesgado”, donde “te roban”, “te secuestran”, etcétera. Por lo menos así era antes del remozamiento de la parte suroccidental del Centro Histórico. “Existe una inseguridad tremenda”, asegura una entrevistada de una urbanización cerrada que nunca ha ido al centro. Los relatos de los encuestados expresan un rechazo del aspecto peligroso y molesto de la muchedumbre popular, de su “ruido” y de sus “olores”. En particular, los vendedores ambulantes son concebidos como una amenaza para la seguridad individual. Son percibidos como la fuente de muchos problemas: la suciedad ligada a la basura, la inseguridad, el peligro, el caos, la fealdad, el contrabando y la ilegalidad. Para el caso de la ciudad sudafricana de Durban, Popke y Ballard (2001) sostienen también que los vendedores ambulantes, asociados al desorden, la congestión y la contaminación, cristalizan todos los miedos y las ansiedades de los habitantes suburbanos. En contraste, esos últimos aprecian los lugares seguros y asépticos como las plazas comerciales y las urbanizaciones cerradas. Fuera de estos territorios los residentes sienten cierto pánico. El límite entre el sector de las urbanizaciones cerradas y el resto de la metrópoli con excepción de algunos lugares como el centro de negocios de Santa Fe y las otras regiones de urbanizaciones cerradas de la ciudad, que se vinculan en red al territorio de residencia gracias a las autopistas, marca fronteras sociales y territoriales nítidas.

 

El miedo a la contaminación

 

Los grupos temidos no siempre son exteriores al sector de urbanizaciones cerradas; el enemigo también es interno. En este caso, el contacto con el grupo de los inferiores pone en riesgo la cohesión de la comunidad y suscita sensaciones desagradables. “Los grupos marginales son vistos con frecuencia como sucios y apenas humanos” (Elias, 1998: 100). Los “establecidos” tienen “miedo a la contaminación”, a perder su estatus de superiores. Esa idea es recurrente en el discurso de los entrevistados del suburbio y del sector de urbanizaciones cerradas. La suciedad no alude sólo a la higiene, sino que implica más ampliamente un entramado de sentidos que se refiere al orden social y moral (Douglas, 1973). “La regla social [es] evitar el contacto con el que resulta contaminante” (Sabido, 2012: 68). Los pobres y los lugares donde viven son constantemente asociados con la suciedad. En las palabras de Luis, extremadamente racistas sobre Tepito, quien vive en un fraccionamiento del suburbio de clase media, el temor transmite un odio social hacia “toda esa gente grosera […]; que lo tiene en la sangre […]; toda esa gente es fea, y no es que sea yo de la alta, pero son feos, en todo, no sólo físicamente, sino también en su manera de ser, de vivir. Sus colonias son feas”. Muros y rejas protegen. Sibley (1995: 18) se refiere al concepto de “abyecto” desarrollado por Kristeva, que designa la lista de cosas o personas “otras” amenazantes referidas a las experiencias del infante con lo sucio, vinculada al excremento, y de lo limpio, enseñada por los adultos y que rige la socialización del niño pequeño. “Miedos y ansiedades se expresan en estereotipos” (Sibley, 1995: 29).

Cuando hay riesgo de contaminación se busca purificar al sujeto riesgoso, como es el caso de las urbanizaciones cerradas: se exigen las identificaciones de las empleadas domésticas, cartas de recomendación, se les proporciona una credencial; muchas deben usar un uniforme para ser fácilmente reconocidas en su condición de inferiores; comen aparte y con cubiertos diferentes; utilizan sanitarios propios y, según una entrevistada, una tarea exclusiva de la empleada doméstica es limpiar los baños; con frecuencia son revisadas en la salida. Según una patrona quien, a pesar de reconocer la discriminación que implican las reglas internas del fraccionamiento, las acepta, “les revisan todo, igual y es un poco denigrante, pero si salen con una bolsa nos marcan y damos la autorización”. Para entrar a y salir de la urbanización cerrada los empleados tienen que someterse a rituales de purificación y control. Como lo dicen las patronas entrevistadas, a una empleada doméstica se le pide ser “de confianza”, respetuosa, discreta, servicial, obediente, pero también limpia, y la falta de limpieza puede ser un motivo de despido. A partir de la limpieza se configura un “nosotros” y un “ellos” (Leal, 2011). “El estigma social […] se transforma en su imaginación [de los establecidos] en estigma material: es cosificado” (Elias, 1998), lo que favorece los procesos de naturalización de la inferioridad con base en oposiciones duales: lo limpio-lo sucio; lo bueno-lo malo; lo ordenado-lo desordenado, etcétera. Resulta muy llamativo cómo las patronas se representan los lugares donde viven sus empleadas en oposición a su zona de residencia y basadas en estereotipos: en comparación con “ellos” que “son gente muy limpia”, sus colaboradoras son “personas humildes, con ropa desgastada; como que los hijos de esas personas siempre están cochinos”; “su casa es de lámina”; son “casas literalmente de cartón”; “se ve gris y en Rancho San Juan es verde y bonito”; es “una zona popular desolada, abandonada”; “pasando la reja ves gente que no ha comido en días, que viven en cuartos de tres por tres, que se calientan con leña […]; ellos viven en la tierra de nadie”. Estas representaciones, en parte imaginadas, marcan un distanciamiento social y hasta moral hacia las trabajadoras domésticas.

 

El temor a la invasión

 

Otro “síntoma” del temor al diferente, esta vez no tanto al extraño sino al desconocido, es decir, a la persona sin rostro, es el miedo a la invasión, que también conduce a la estigmatización de los otros. Por eso el cinturón verde como principio de planeación en el sector de urbanizaciones cerradas. En efecto, este último está rodeado de prados y bosques, tierras comunales, ejidales y municipales, que delimitan una frontera entre el “nosotros” y el territorio de “ellos”, por ejemplo, las colonias populares del municipio vecino o incluso del propio. La desaparición progresiva de este cinturón, por efectos de la urbanización y de la apertura de nuevos conjuntos cerrados en los límites del sector de urbanizaciones cerradas, fue objeto de disputas territoriales y generó ansiedades en muchos residentes.

“Los cambios urbanos se enfrentan a la resistencia del orden social proyectado en el espacio por la comunidad que vive ahí desde hace mucho tiempo” (De Alba, 2002). Los vecinos se quejan mucho de la urbanización desenfrenada que se dio en la segunda mitad de los años 2000: construcción de nuevos conjuntos urbanos, incluso de departamentos que vinieron a romper con el concepto de bajas densidades propias de la zona; edificación de plazas comerciales, etcétera. Los nuevos conjuntos residenciales atrajeron a habitantes nuevos quienes, al igual que los nuevos moradores de Winston Parva en el trabajo de Elias (1998), y a pesar de tener el mismo nivel de ingresos que muchos de los residentes más antiguos del sector de urbanizaciones cerradas y casas con características similares, son representados como diferentes: “new rich, un poco nacos”, con un nivel de ingresos inferior, y como personas que “han sido muy sucias, dejan ahí la basura, no cuidan los alrededores”; “gente que no les importa maltratar las cosas, que no les importa talar los árboles con tal de que ellos tengan la vista perfecta, ¿no?, [... que] no cuidan lo que venía preservando la zona, su plusvalía”. Sus casas son comparadas con la vivienda de interés social del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), “casas todas iguales, construidas como [vivienda] exprés”, desvalorizadas como “palomares”. “La construcción de estas viviendas puede traer más inseguridad”, dice Peggy, una residente del fraccionamiento cerrado más viejo de la zona. El temor es que los nuevos conjuntos, supuestamente menos costosos, puedan atraer a pobladores, en particular inquilinos, de menores recursos; “puede acercarse cualquier persona y con una renta mínima puede estar observando la vida de las personas y causar algún daño en su familia, secuestros [...]”. Mireya, quien justamente vive en uno de los fraccionamientos incriminados, se dice “molesta” por el desdén de los viejos residentes, pero comparte las representaciones sociales discriminatorias de las clases media-alta y alta hacia otros grupos sociales menos favorecidos.

Según los residentes, las nuevas plazas comerciales tienen como efecto atraer a un público foráneo a la zona y propiciar la inseguridad: “Está viniendo ya mucha gente de Atizapán. Igual y por lo de los comercios. Suena feo, pero […].sube ya toda la gente de Atizapán a la zona; antes no veías eso, no veías tráfico, no veías [...] tanto movimiento. En cuanto a la gente que está subiendo por el comercio que hay aquí, sí […], el tema de que llegue más gente [...] pues [es] más inseguridad, ya no sabes quién [...]”.

Las estrategias de distanciamiento social hacia los grupos representados como inferiores recurren al territorio, en su sentido más clásico, de espacio delimitado, apropiado y soporte de identidades fuertes, como herramienta para alejar a los grupos sociales indeseados. Al mismo tiempo, cuando los grupos sociales temidos están adentro, como en el caso de las empleadas domésticas, las fronteras sociales construidas son más bien simbólicas y morales, recurriéndose a las calificaciones despectivas y al ejercicio del control, incluso hasta corporal.

 

 

La internalización y naturalización
de la desigualdad y de la inferioridad

 

“La estigmatización suele ejercer un efecto paralizante sobre los grupos menos poderosos” (Elias, 1998: 96). El estigma finalmente se vuelve parte de la autoimagen que tienen los estigmatizados de sí mismos. La estigmatización genera vergüenza en el grupo estigmatizado. Las palabras de los empleados que trabajan en el sector de urbanizaciones cerradas destacan esta autodesvalorización que produce mirarse en el espejo que les tienden los residentes, él del “acá” en oposición al del allá”:

 

“Se visten mejor”.

“Las clases bajas nos formamos fuera de la familia, drogadicción, alcoholismo [...]”.

“Las señoras aquí las ves muy relajadas pero, con todo y eso, muy arregladas [...], físicamente arregladas. Y la verdad es que allá la mayoría de las personas son relajadas como mal plan […]. Todo es más ordenado, más limpio, más tranquilo. […]. Allá no, allá está más descuidado, la gente tiene menos conciencia [...]”.

“Acá está limpio, Ixtapaluca es cochino, la gente no está educada, no tiene principios, nada, no hay nada. Hay mucha delincuencia, crimen organizado, drogas, la gente es fea [...]; yo por eso digo: de acá soy”.

 

Los pobres mismos tienen la idea de que los espacios donde viven son feos porque no hay servicios, las calles son de tierra, no hay banquetas, en comparación con otros lugares donde vivieron anteriormente o con los sitios donde vive y trabaja la gente acomodada. Los estigmatizados tienden a interiorizar el desprecio, la inferioridad, el juicio que desvaloriza, lo que contribuye a reproducir el poder de los superiores sobre los inferiores. Dicen los empleados:

 

“La gente de los fraccionamientos es más educada, más respetuosa, más considerada”.

“Son de más sociedad, actúan más elegante, [a diferencia de nosotros], que somos más humildes, más sencillos”.

“La gente es buena, nos regalan cosas”.

“Yo digo que así debe ser: todo en su lugar”.

“Y, este [...], a veces sí es molesto [los controles y los cacheos en los accesos], pero pues [...] ahora sí que por la seguridad, tanto de ellos como de nosotros también”.

 

Los pobres tienden a defender una visión individual de la pobreza frente a una estructural (Bayón, 2012). Como lo puntualiza Durin (2013) acerca de las relaciones entre empleadas domésticas y sus patronas en el área metropolitana de Monterrey, existe un proceso de naturalización de la desigualdad (“somos desiguales, así es”; “ellos son más educados, más respetuosos”), esto es, de internalización de la condición de pobreza y desigualdad: “Yo digo que tendríamos problemas si yo fuera igualada, ¿no?; porque, por ejemplo, yo coso ropa. Entonces, yo, cuando la voy a medir, cuento chistes, ella se ríe, yo me río también. Pero cuando alguien viene yo tomo mi distancia, no voy a reír [... para que no digan], pues esta igualada, ¿qué se trae?”

Además, los trabajadores se identifican con los valores de sus patrones. Consideran correcto que los ricos se quieran encerrar para protegerse y ellos también lo harían si lo fueran. Los “síntomas de inferioridad humana” (Elias, 1998) se generan por la sola condición de la posición marginal y dominada. Por ejemplo, tiene efectos estar expuestos permanentemente a las órdenes de los superiores; a la humillación, por ejemplo, de las revisiones de sus mochilas en los accesos (“pero ni modo, hay que aceptar las cosas”, dice una empleada); a la desconfianza; a la discriminación.

La hija de una patrona menciona que su mamá siempre tiene peleas con la asistente: “¡no hiciste bien esto!; ¡ya me rompiste no sé qué!; o ¡falta algo!” Si bien no todas las patronas tratan mal a sus empleadas domésticas, muchas de estas últimas se quejan de las pequeñas vejaciones cotidianas:

 

“Está bien que seamos empleadas domésticas, pero para que nos traten así […], pues no. A mi compañera le decían: pásame eso, eres una gata […]. La humillaban y así [hablando de los niños de una casa]”.

“Pues es que eran muy groseros [...]. Me regañaban hasta por salir”.

“La primera patrona fue muy exigente, me humillaba mucho. Cuidaba más a sus hijos que a mis hijos, fue muy difícil. [Me humillaba] porque hacía cosas que no le parecía que uno hiciera, pero también nosotros tenemos nuestro tiempo limitado. Llegaba muy temprano y salía muy tarde. Luego me hablaba por teléfono para regañarme, por eso la dejé”.

“Hay veces que se cae una llave y dicen: se la llevaron ustedes […] y ahí está la llave”.

 

Aunque reconozcan que está bien que los “ricos” se encierren para protegerse, algunos empleados critican a los residentes del sector de urbanizaciones cerradas por ser muy “creídos” por tener dinero, o bien se animan a denunciar el cacheo en la salida como una medida degradante:

 

Te revisan, te revisan tus cosas. Eso me parece bastante ofensivo, ¿no? A veces me da la impresión de que porque trabajan con gente que quizá tiene un nivel socioeconómico más alto, ellos piensan que pueden abusar de las personas que pueden laborar ahí […]. O sea, yo no estoy en contra de eso. Lo que no me parece es la forma en que hacen las cosas, eso de que revisen mis cosas me parece desagradable. Ese día que me pasó, le pregunté a la persona los motivos y me dijo algo así como: “por si llevan objetos que no son de ustedes”. Eso, en particular, me pareció bastante tonto porque yo no voy a robar cosas [...]. Aparte no pueden adivinar lo que traigo y lo que no.

 

A pesar de estas pequeñas resistencias, el grupo inferior interioriza las actitudes de deferencia que les han inculcado; por ejemplo, mantener la distancia adecuada, no comer con los mismos cubiertos que los patrones, “sólo porque ella lo quiere”, comenta la hija de una familia, etcétera. “Los inferiores sienten que no cumplen con las normas de aquéllos [los superiores] y [por ello] se sienten inferiores” (Elias, 1998: 99). Los “marginados” sufren desventajas económicas, carencias materiales (falta de servicios, entre otras) y privaciones simbólicas.

Sin embargo, las empleadas domésticas han desarrollado una peculiar forma de resistencia a la falta de respeto y los abusos: cuando se sienten humilladas y maltratadas dejan el trabajo sin previo aviso. “Pues muchas de las muchachas que han trabajado conmigo, mis compañeras, la mayoría se han ido, porque los niños son muy groseros”, cuenta una de ellas. En este sentido, a pesar de la interiorización de la desigualdad social y simbólica que es propia de los pobres, algunas trabajadoras construyen estrategias de contra-estigmatización, como abandonar sus empleos cuando los tratos de los patrones se vuelven demasiado humillantes.

 

 

Conclusión: la confianza en jaque

 

El poder que tienen los residentes que habitan de un lado del muro o de la reja sobre los pobres que viven del otro lado y para algunos de los cuales incluso los trabajadores y empleados penetran en los mundos idealizados de los “establecidos” se convierte en una herramienta del distanciamiento social y moral, aún en la proximidad espacial. El territorio, en particular el cinturón verde que envuelve a las urbanizaciones cerradas estudiadas, también es un instrumento de alejamiento. Ahora bien, el poder no sólo se ejerce sobre los pobres “desiguales”, sino también sobre otros residentes, los llegados más recientemente, quienes, a pesar de tener un nivel socioeconómico similar, son simbólicamente inferiores.

La “modernidad líquida” (Bauman, 2007), el rostro neoliberal de la ciudad y la globalización impuesta por el capitalismo tardío proyectan una mirada cruda sobre la realidad de los vínculos sociales entre pobres y ricos, resignificando el sentido de las fronteras espaciales. Estas fronteras, ya no nacionales como en el mundo de la “primera modernidad”, donde imperaban el universalismo, la igualdad, la homogeneización (Sabido, 2012), sino más bien intraurbanas, categorizan de manera tajante a los grupos en función de sus divisiones sociales. Como lo menciona Sabido, siguiendo a Bourdieu, Wacquant y Bauman, los extraños y parias de hoy son las cohortes de pobres, asalariados proletarizados por la sociedad de servicios o no, que pueblan el centro urbano y las periferias de la ciudad: “El extraño está atravesado por las cuchillas de la estratificación social y no sólo por aspectos culturales y étnicos” (Sabido, 2012: 57).

El miedo al otro, que resulta de la fragilización de las posiciones sociales y de la inseguridad generalizada en la sociedad del riesgo y de la incertidumbre, es la nueva cara de la construcción social del extraño. En las urbanizaciones y en los ámbitos residenciales cerrados el otro es concebido y señalado como una amenaza, un intruso que pone en jaque la seguridad y la tranquilidad de los habitantes. Tales disposiciones hacia el orden y el control, exacerbadas en territorios como los sectores de urbanizaciones cerradas, arbitran las relaciones que tienen los residentes entre ellos, pero particularmente hacia los desconocidos y los extraños. Los pobres internalizan esa diferenciación y esa autoimagen, las cuales participan en la reproducción de las desigualdades en sociedades profundamente inequitativas, como la mexicana, e imposibilitan la cohesión social. La posición espacial periférica de los suburbios cerrados, que implica una distanciación con la ciudad densa y compacta, así como su ideal de urbanidad (proximidad y diversidad) y sus problemas, expresan un rechazo, latente o manifiesto, de la otredad, en particular en los sectores de urbanizaciones cerradas, que se constituyen como pequeñas utopías del orden que no dejan lugar a la diferencia.

La inseguridad imperante en una sociedad como la mexicana, además de referirse a un estado de ánimo o condición vinculada al temor frente a una situación social caracterizada por la omnipresencia del crimen, y al miedo de perder la vida o ser victimizado, también pone de manifiesto una desigualdad social y simbólica profundamente arraigada. Lo anterior cuestiona las limitaciones de las políticas orientadas sobre todo al castigo, pero también a la prevención del crimen, y en el nivel residencial al encierro, e invita a dirigir también la reflexión hacia políticas sociales que luchen contra las discriminaciones.

En un contexto de “erosión generalizada de la confianza, incluso en los lazos muy cotidianos” bajo los efectos de la inseguridad (Kessler, 2009: 153), y a pesar de que las urbanizaciones cerradas sean una máquina de producción de confianza por el filtro en las entradas y el control extremo ejercido sobre los visitantes y los empleados, vivir constantemente bajo la amenaza imaginada de los pobres provoca una grave desconfianza en los residentes. Esta desconfianza, cuyas aristas habría que investigar todavía más, se refiere tanto a la “confianza anónima” que se da en las interacciones cara a cara entre desconocidos (trust en inglés) como a la “confianza asegurada” (confidence) que se funda en la familiaridad que permite prever un comportamiento, tal como las distingue Seligman (2001, citado por Kessler, 2009: 152). La urbanización cerrada es un dispositivo territorial que, además de generar desigualdad social y simbólica, busca controlar los riesgos y las coordenadas de la otredad y la “extrañez” al reducir la incertidumbre que produce codearse con los desconocidos. En efecto, al buscar controlar lo confiable en su sentido no sólo de trust sino también de confidence, la urbanización cerrada genera una desconfianza creciente, la cual se empieza a derramar en los propios vecinos, cuyos comportamientos puede ser sospechosos o arriesgados. De hecho, desde hace unos veinte años se ha producido una verdadera escalada de la seguritización en las urbanizaciones cerradas. La desconfianza es un pozo sin fondo que genera una “ansiedad perpetua” (Bauman, 2007: 94).

 

 

Bibliografía

 

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1 Delimitamos la clase media-alta por su posición en la jerarquía socioeconómica a partir, en particular, de la ocupación y de la categoría socio-profesional, pero también de la posesión de bienes materiales. Si bien la mayoría de las personas entrevistadas son de clase media-alta, algunas son de clase alta (por ejemplo, el director de escuelas privadas renombradas que vive en un fraccionamiento clasificado como A/B, es decir, la clasificación más alta según la empresa mercadotecnológica bimsa-ipsos, que se apoya en la riqueza material). La clase alta también se caracteriza por la posesión de varios capitales (económico, político, social, cultural). El fraccionamiento de la zona de urbanizaciones cerradas donde más entrevistas se hicieron está clasificado como B+ por bimsa-ipsos, correspondiendo a la clase media-alta.

2 Esta hipotésis surge en particular de la lectura de un texto de Norbert Elias (cuya fecha inicial de publicación es 1976, pero que se refiere a un libro de 1965), que analiza cómo, en una localidad suburbana de clase obrera de una ciudad que llama Winston Parva, se construye la relación estructural de poder, de superioridad e inferioridad, entre dos grupos que nombra los “establecidos” y los “marginados”. Elias describe Winston Parva como un “tema universal humano en miniatura” (1998: 81).

3 Si bien los empleados forman el grupo minoritario en términos de poder, su número es importante. Si contamos que cada vivienda tiene al menos entre uno y dos empleados y si estimamos en diez mil la cantidad de viviendas en el sector de urbanizaciones cerradas, sería de entre diez y quince mil la cantidad de empleados (domésticas, “mil usos”, jardineros, etcétera, algunos de los cuales suelen trabajar para varios clientes) que laboran allí. A ellos se tienen que agregar los policías.

4 “Se refiere a las diversas fuentes de inseguridad que invaden las vidas de las personas […] y hace explícitas las vinculaciones que las ansiedades ‘relacionadas con el crimen’ de los ciudadanos tienen [con] los conflictos y desacuerdos sociales, la justicia social y la solidaridad” (traducción de los editores).

5 “El miedo al crimen como estrategia retórica […] se traduce en el miedo a los pobres, los supuestos responsables de los delitos” (traducción de los editores).

6 Del nombre de Cesare Lombroso, médico que, en la segunda mitad del siglo xix, relacionó la criminalidad con algunos rasgos físicos, sobre de todo de las cabezas de las personas.

* Agradecemos a Osvaldo Alvízar Bañuelos, quien fue ayudante de parte de la investigación en la cual nos apoyamos para este artículo.

** Profesora-investigadora, Departamento de Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco. Correo electrónico: guenola.capron@gmail.com