Sociológica, año 31, número 89, septiembre-diciembre de 2016, pp. 69-92
Fecha de recepción: 08/09/15 Fecha de aceptación: 27/04/16

Tránsitos de la otredad a la nostridad
en los sistemas sociales de clasificación
ritual y posritual

Transitions from Otherness to We-ness in Ritual
and Post-ritual Classification Social Systems

Michelle Vyoleta Romero Gallardo*

RESUMEN

El presente artículo aborda cuatro constructos teóricos para analizar el tránsito de la otredad a la nostridad en el sistema de clasificaciones con que se construyen las sociedades. Se discuten modelos explicativos de la polaridad “lo otro” y “nosotros” mediante una trayectoria que parte de lo ritual, pasa por el drama social y arriba a lo posritual. Se destaca la evolución de lecturas que van de lo no-agente a la mutua implicación de agencia y estructura en la creación, transmisión y ruptura de los sistemas de clasificación. Para esta discusión se acude a los argumentos de Emilio Durkheim, Víctor Turner, Mary Douglas y Jeffrey Alexander.

PALABRAS CLAVE: otredad, nostridad, ritual, performance, Durkheim, Turner, Douglas, Alexander.

 

ABSTRACT

This article deals with four theoretical constructs for analyzing the transition from otherness to we-ness in the classification system with which societies are built. It discusses explanatory models of the polarity between the other and us by means of a path that has ritual as its starting point, goes through the social drama to arrive at the post-ritual. Along the way, another outstanding feature is the evolution of readings that span from the non-agent to the mutual implication of agency and structure in the creation, transmission, and break with classification systems. In this discussion, the author uses arguments form Emile Durkheim, Victor Turner, May Douglas, and Jeffrey Alexander.

Key words: otherness, we-ness, ritual, performance, Durkheim, Turner, Douglas, Alexander.

 

Introducción

 

En la reconstrucción de la trayectoria que han tenido las reflexiones sobre la otredad, con frecuencia la discusión de esta noción ha girado en torno a si el otro es “absolutamente otro” –esto es, si es ontológicamente distinto–, o bien, si sólo es “relativamente otro” –considerado así en el marco de quien lo percibe y clasifica, que es tan contingente como cualquier otro sistema de clasificación. Un frente de discusión adicional ha sido reparar en cómo se define quién es considerado el otro; es decir, en qué consiste el proceso de su identificación. Esta materia ha sido explorada a profundidad en la filosofía y la antropología, y tampoco ha estado ausente en la sociología. Desde todos esos frentes, una vertiente de análisis que se vincula a la creación del otro se ha enfocado en la disparidad de poder en los sistemas de clasificaciones y la coincidencia de los miembros de la otredad con los actores individuales y colectivos en situación de opresión (véase por ejemplo Mackey, 1992). En el extremo contrario del espectro, de igual forma se ha sostenido que “los otros” no necesariamente experimentan esta nomenclatura como un yugo de subalternidad. Piénsese para ilustrar lo dicho en los análisis de Alexander Riley sobre la apropiación que las subculturas juveniles realizan con respecto de los estereotipos que les atribuye la sociedad. En ese ejemplo, la manera de lograr una autoproducción creativa pasaría por exacerbar los marcadores de otredad recibidos (Smith y Riley, 2001: 90), para avanzar después a resignificarlos y convertirlos en insignias por las cuales se puede sentir cierto orgullo. Sin embargo, independientemente de que lo otro se construya o exista per se en su radical diferencia, y sea que florezca, se subyugue o teja un tipo distinto de relaciones por las cuales se distingue, la pregunta inicial del presente artículo apunta en una dirección alternativa: ¿qué nos dicen las teorías de la clasificación sobre la manera en que quien es o ha sido construido como el otro puede dejar de serlo?

En el fondo, este planteamiento implica una toma de postura sobre si se puede ser distinto de lo que se es, o si en vez de la forma como somos percibidos se nos puede llegar a percibir de otra manera. En torno a ambas cuestiones se han tejido numerosos argumentos organizados de acuerdo con diferentes marcadores de identidad. Como resultado, lo desprovisto de los atributos de lo nacional, lo cuerdo o lo conformista ha corporeizado formas de otredad ampliamente discutidas en los estudios de lo social. De entre todas las opciones disponibles, en este espacio interesan en particular los marcadores relacionados con la identidad de “nosotros”. Ello permite reformular la pregunta inicial en términos de qué nos dicen las teorías de la clasificación sobre la manera en que quien es o ha sido construido como el otro puede transitar a formar parte de la nostridad.1

La relación otros-nosotros es un subproducto del sistema de clasificaciones de la sociedad, y la clasificación es una operación distintiva de aquellos a quienes Smith y Riley (2001) han llamado “los durkheimianos”. Así describen a autores que desde sus diferentes disciplinas se ocuparon de estudiar uno de los temas recurrentes en los trabajos de Durkheim: la separación de personas, objetos, espacios y procesos en función de las características que se les atribuyen. En la descripción hecha por Smith y Riley, clasificar aparece en el mismo grado de importancia, como rasgo de familia, que la tarea de distinguir; las clasificaciones tienen un polo “sagrado” (el cual, bajo diferentes nombres, concentra las características de lo superior y deseable). El tercer elemento compartido por los durkheimianos es el ritual; esto es, lo que se hace para sostener la clasificación; en una actualización podríamos agregar a ello, en un estadio intermedio, el “drama social”. Finalmente, hallamos procesos “semejantes al ritual” (ritual-like), concepción que da cuenta de la inclusión en estas reflexiones de la teoría sociológica del performance,2 pensada para sociedades heterogéneas y posrituales.

Pese a que escribieron para diferentes comunidades científicas y en momentos históricos igualmente distantes, a los autores que abordan los sistemas de clasificaciones se les puede involucrar en una misma discusión sociológica sobre los modelos de sociedad, atributos que demarcan membresía o externalidad, y procesos con los cuales se explica que esas configuraciones se sostengan o cambien. Un lenguaje posible para traducir tales relaciones es el de la nostridad –pura, sacra y verosímil– frente a la otredad –impura, profana, marginal e inverosímil–, con un tránsito entre ambas posibilitado por el rito, el drama o lo que se parezca a un ritual por condensar en un solo momento gran intensidad simbólica.

En esta discusión conviene estar alerta a que la necesaria simplificación analítica3 no ignore que los polos otredad-nostridad tienen ellos mismos diferentes matices. En un segundo momento de esquematización cabe reconocer que la relación entre los otros y nosotros no supone la equivalencia permanente entre cada polo y un solo atributo constante (por lo menos en los sistemas de clasificación más sofisticados la otredad impura y la nostridad pura no son las únicas parejas posibles). A reserva de su posterior discusión con mayor profundidad, en este momento se puede acudir a Mary Douglas (1973), quien contemplaba la existencia de elementos sagrados-impuros, con lo cual truncaba la impresión de reduccionismo que puede emerger ante el empleo de marcadores binarios de clasificación.

Con esto en mente, se ha fijado como objetivo del artículo discutir las posibilidades de transición de la otredad a la nostridad, recurriendo a cuatro diferentes propuestas teóricas. Se han revisado argumentos de Emile Durkheim, Victor Turner, Mary Douglas y Jeffrey Alexander,4 quienes a pesar de no haber escrito específicamente sobre la otredad, analizaron sistemas de clasificación de personas y procesos involucrados en su sostenimiento. De igual forma, estos autores consideraron lo estructural y lo agente en el acto de distinguir a los sujetos clasificados, y escribieron sobre los tránsitos que éstos podían emprender hacia otra clasificación.

Los pensadores mencionados se hacen concurrir en torno a tres ejes de análisis, los cuales constituyen la secuencia de discusión en el artículo: i) el primero que se examina es el origen de la concepción del otro. Ello implica distinguir si los sistemas de clasificación que lo instituyen se están creando a cada momento, o si son la repetición al pie de la letra de sistemas que nos han precedido; ii) un segundo eje consiste en pensar si, al actualizarse los sistemas de clasificación, el otro en verdad deja de serlo y pasa a integrarse a la nostridad o solamente pretende que el cambio ha tenido lugar; iii) en tercer lugar, interesa analizar si una vez que lo otro transita a la nostridad puede volver a salir de ella. Puesto en otros términos, en este último eje se encuentra el debate acerca de qué hay de estático y de reversible en los rótulos sociales alcanzados.

Abordar diferentes sistemas de clasificación, en lugar de solamente uno, se justifica por el afán de hacer dialogar los alcances y vacíos de las diferentes perspectivas teóricas en el arco tan amplio trazado de Durkheim a Alexander. Los argumentos iniciales estructural-funcionalistas de la transmisión institucional de parámetros que distinguen entre “ellos y nosotros” no dan tratamiento a la constante construcción y negociación de los signos de la otredad. Mirar solamente al plano simbólico, que fusiona lo otro con lo impuro e indeseable, deja de lado los argumentos situacionistas de las clasificaciones, en virtud de los cuales lo que vuelve otro a alguien, lejos de ser un rasgo siempre patente, también puede ser objeto de despliegue y repliegue, en respuesta al contexto en el que se inserte el actor. Como se ha mencionado, propiciar el contacto de unas posturas teóricas con otras permite una lectura contemporánea que busca retratar cambios en las teorías de clasificación, a partir de una mirada informada desde la sociología cultural.

La exposición que sigue está conformada por los ejes de análisis del tránsito otredad-nostridad mencionados arriba. Sobre esas relaciones sólo resta decir que, pese a estar expresadas en forma de polaridades,5 su configuración se ha realizado fundamentalmente con fines analíticos; de otro modo, prevalece la idea de que los polos de distintos ejes pueden incluirse entre sí o de que los ejes pueden tener otras combinaciones. En la sección final, la discusión en ejes lleva a concluir que el estado del arte de las propuestas teóricas para estudiar el tránsito de la otredad a la nostridad en sus circunstancias contemporáneas ha decantado en teorías que: i) dan cabida a la innovación en el sistema de clasificaciones, en vez de verlo como una herencia estática; ii) alcanzan a ver la relación con el otro como un tejido donde lo simbólico no niega lo racional; y iii) reconocen la contingencia del tránsito exitoso a la nostridad.

Dado que no han podido encontrarse argumentos que no sólo entreguen a la nostridad el juicio del tránsito, sino que también involucren la opinión de los otros quienes han emprendido la transición, se sugiere que se trata de un posible punto de interés en futuras agendas de investigación, sobre todo en vista de la evidencia de actores rechazados por las que visualizan como sus comunidades de referencia nóstrica, y que pese a la falta de validación se conciben como parte de esos grupos, dando lugar a una autoadscripción que surte efectos reales en sus vidas.

 

 

Repetición estructural y reinvención agente
en la institución de lo otro

 

La idea de la cual se parte es que el sistema de clasificación de donde se deriva la distinción otros-nosotros se ha entendido en la tradición durkheimiana como oscilando entre una herencia poco modificada y un estatuto en constante reescritura. Según se mencionó, no es que la otredad haya sido un tema de discusión explícito para la familia de autores seleccionados; sin embargo, lo que en el fondo se pone a discusión al preguntar si las consideraciones sobre el otro son transmitidas o reinterpretadas son las concepciones acerca de lo estructural y lo agente en la acción; en este caso la acción de distinguir al otro.

Puesta tal diferencia en clave de estructura y agencia, las dos opciones aparentemente dislocadas con las que se cuenta consisten en recrear 6 nuestro otro o replicar una tipificación de otredades del grupo al que pertenecemos (como sería la postura de Malinowski y Eliade desde la veta de los rituales estrictamente repetitivos). La consecuencia que tiene lo anterior para la transición otredad-nostridad es que traba o posibilita que lo otro pueda llegar a ser parte de nosotros. Si sólo reproducimos un esquema de clasificación, el otro de nuestros bisabuelos será el de nuestros bisnietos. Si al actuar con la estructura cabe modificarla, entonces el otro, latentemente, podría dejar de serlo.

Respecto de la fundación de la sociología, al propio Durkheim se le ha reputado “campeón de la conservación de funciones sociales ordenadas” o, en el mejor de los casos, “pensador añorante de tiempos pasados con mayor cohesión social” (Alexander, 2011), a partir de la aberración que veía en el decaimiento moral francés de fin-du-siècle y de su planteamiento constante de subordinación del individuo a la sociedad. Su apuesta por las bondades de la perpetuación de los sistemas culturales en las acciones colectivas e individuales (Alexander, 2011: 15) parece confirmarse en el peso que otorga al ritual primitivo en sus trabajos de mayor madurez. Ahora bien, si se ha recurrido a este autor no es para repetir sus implicaciones funcionalistas, de las cuales se intuye que constriñen la posibilidad de cambio en los esquemas de clasificación. Por el contrario, su legado sirve para proponer que la sociología siempre 7 ha albergado nociones especialmente fértiles para concebir la mudanza a un sistema de clasificación del tipo que alimentaría la identificación del otro.

En Durkheim la insinuación del otro que deja de serlo está planteada en Las formas elementales de la vida religiosa, de 1915 (Durkheim, 1964: 461-624). Subrayo de este texto el relato –quizá poco recordado– del enamoramiento entre la sociedad y un hombre.8 En ocasión de ello se enuncia, por una parte, que las sociedades activamente retiran de su clasificación de lo mundano, externo, otro, elementos que proceden a construir como parte de lo sacro-valorado. Durkheim dixit: “En la actualidad, tanto como en el pasado, vemos a la sociedad constantemente creando cosas sagradas a partir de cosas ordinarias” (Durkheim, 1964: 212). Por otro lado, el proceso de transitar de un lado a otro del sistema de clasificación sacro-profano se aplica directamente a ejemplos de individuos y no sólo a prácticas u objetos: si la sociedad “sucede que se enamora de un hombre […], este hombre será elevado por encima de otros y será deificado” (Durkheim, 1964: 213). En efecto, da la impresión de que es posible que individuos externos a un polo se ubiquen finalmente en el extremo de lo deseable o de lo que ya fue sacralizado. Y como en Durkheim la sociedad idealizada en tanto cuerpo compacto –“nosotros”– es el polo deseable, no puede descartarse que un ente originalmente clasificado como externo pase, a través de un ritual, a integrársele.

Este punto deja en heredad la idea de que es viable la innovación en los sistemas de clasificación de los cuales eventualmente depende quién es el otro. Igualmente, se lega una dualidad de opciones que con el tiempo se ha olvidado, pues en la cita parece posible que aquello clasificado como no-preciado transite a lo valorado en la vida diaria, y no nada más en momentos torales (que pueden ir del enamoramiento a las crisis revolucionarias, epitomizadas por Durkheim en la Revolución Francesa).

Pensadores posteriores usualmente han optado por la segunda opción –la mudanza de clasificaciones exclusivamente en tiempos de crisis–, como es claro en Victor Turner (1988). Este autor se manifestaba, además, contra el saber (en su caso: la antropología) que ve a los sujetos de estudio como cera sobre la que se imprimen patrones por parte de las fuerzas sociales (Turner: 1988: 72). De él se reconoce el giro que da desde lo ritual hacia la perspectiva de “análisis de dramas sociales”, como proceso que explica los cambios en la clasificación social. Las situaciones son dramáticas porque “los participantes no solamente hacen cosas [por ejemplo: ritos que afecten una clasificación; sino que] ellos tratan de mostrar a otros lo que están haciendo o han hecho” (Turner: 1988: 74; énfasis añadido). Con esto figura por primera vez la idea de que en la nostridad el otro no sólo se dedica a efectuar o cumplir los criterios del polo al que calcula o desea 9 acceder. En lugar de eso, parece igualmente importante exhibir el traspaso ante quienes están ubicados en el extremo ambicionado.

La perspectiva del drama social no desvanece del todo la ritualidad. No obstante, el autor hace patente que su concepción ritual: i) más allá de reflejar las clasificaciones principales de la sociedad –algo especialmente importante en la relación nosotros-otros–, revela sobre todo sus contradicciones (Turner, 1988: 75). Por otra parte, ii) difiere de Goffman en que en el drama turneriano no todo el mundo es un escenario ni toda situación es un acto, sino que las fases dramáticas están desencadenadas por crisis puntuales en la interacción social. Las consecuencias que se derivan de ello para el tránsito otredad-nostridad son básicamente que la transición se efectúa –mediante la acción dramática– en un lapso de fisura excepcional de la relación entre ambos polos. Esta circunscripción de la posibilidad de cambios a momentos críticos en el sistema de clasificaciones se refuerza con las cuatro fases que, a decir de Turner, componen los dramas sociales:

 

1) Rompimiento de relaciones sociales regulares gobernadas por normas; 2) Crisis, durante la cual hay una tendencia a que el rompimiento se amplíe […]. 3) Acción reparadora […] para resolver ciertos tipos de crisis o legitimar otros modos de resolución […]. Esta reparación puede ser en el idioma racional del proceso judicial, o en el idioma metafórico y simbólico del proceso ritual […]. 4) La fase final consiste o bien en la reintegración del grupo social perturbado o bien en el reconocimiento social y legitimación del cisma irreparable entre las partes en competencia (Turner, 1988: 74-75).

 

A la cita debe añadirse que, en la fase de crisis, lo que normalmente está en los márgenes de la sociedad –lo liminal– se coloca en el centro de la vida pública y desafía al orden a que lidie con ello. ¿Es posible leer esto como que la otredad podría desafiar a las normas de composición de la nostridad en las crisis? Parcialmente sí, pero hay que partir del hecho de que lo liminal no es “completamente otro”, sino que se caracteriza por la ambigüedad de su estatus de inclusión. En este sentido, lo que Turner le atribuye sólo es indicativo de lo que otro, “más contundente” en el sistema social de clasificaciones, podría esperar de su transición al nosotros.

Ahora bien, está claro que si las normas y las “relaciones sociales regulares” se pueden romper en la fase uno del drama, ello no tiene por qué excluir las reglas de distinción entre miembros y no miembros de la sociedad. Enfrentamos también la cuestión de que donde hay algo roto –lazos, sistemas, reglas– es por lo menos posible que los fragmentos queden todavía más separados (fase 4), o que se cree un sistema alternativo de clasificación donde ambas partes queden incluidas. Esta interpretación parece respaldarse cuando Turner cita a Sally Moore, quien afirma que no importa cuán estrictas sean ciertas normas, ante ellas siempre existe un rango de maniobra, elección, interpretación y transformación (Turner, 1988: 79).

Smith y Riley (2001: 77) advierten que en esta propuesta hay un dejo simplista, cuyo extremo se caricaturiza con la oposición entre la buena liminalidad y la mala estructura a la que tiene que derrotarse. De ser el caso, la señal de alarma es de utilidad para el planteamiento del tránsito otredad-nostridad, que hasta este punto se ha puesto en términos de un otro que decide o desea alcanzar el “estatus de nosotros”, en lugar de que su empresa fuera subvertir la dinámica de imposición de etiquetas. Esto último no es un rasgo necesariamente compatible con la idea de integrarse al nosotros; en cambio, tiene mayor resonancia con la propuesta de los autores de catalizar la crisis de marginalización para abrazar la identidad liminal y reapropiársela.

En Douglas (1973) tiene mayor cabida el hecho de que las polaridades en el sistema de clasificaciones sirvan a más fines que sólo el de atrincherarse cada parte bajo su rótulo. Para la antropóloga, en un primer momento la angustia es la respuesta ante lo que se percibe anómalo, y puede ser anómalo lo que no es como nosotros (en el interés particular de este artículo), o lo que en términos más amplios identifica como “lo impuro”, la materia fuera del sitio donde esperamos que se encuentre. No obstante, incluso por encima de esa impresión de anomalía, resalta que en esta propuesta teórica la clasificación puro-impuro ya supone la misma unidad de experiencia para Douglas (1973: 15). Extendiendo el argumento, no habría tal cosa como una separación clara otros-nosotros desde el momento mismo en que no existe un polo sin el otro. Lo que es más: hay algo de nosotros en los otros y viceversa. En consecuencia, la pregunta sobre si se puede transitar de un punto a otro en el sistema de clasificaciones sociales está respondida afirmativamente ab initio y queda retratada en categorías introducidas por Douglas, como lo sacro-impuro, o lo que siendo puro tiene diferentes grados de pureza (algo que ejemplifica a través de los brahmanes). Queda todavía sobre la mesa el cuestionamiento acerca de cómo cambiar el sistema de rótulos, más allá de que éste en lugar de extremarse en dos colores incluye en su interior toda clase de combinaciones y matices.

Afirmar que nada puede ser tan simple como una polaridad 0-1 (impuro-puro, los otros-nosotros) no impide a Douglas notar que, en la práctica, quienes viven bajo un sistema de rótulos tienen prejuicios contra quienes creen que son diferentes a ellos, sienten confianza dentro de su propia categoría de inclusión (Douglas, 1973: 56), piensan que recibieron su cultura10 “naturalmente”, desprecian lo que pueda modificarla (Douglas, 1973: 18), y consideran una meta valiosa excluir a la impureza para mantener el orden de la sociedad.

De acuerdo con la antropóloga, incluso en momentos rituales –en los que prima el esfuerzo de repetición de las palabras y actos correctos para preservar el orden– no es posible evitar que las estructuras ordenadoras de la experiencia –cultura, sistema de clasificaciones– se modifiquen, se editen y se produzcan de nuevo creativamente, con el fin de acomodar en ellas nuevas experiencias (Douglas, 1973: 56). Ciertamente, lo deseable es que las nuevas estructuras ordenadoras de experiencia coincidan, lo más posible, con los esquemas de los que se parte, pero si es necesario se crearán nuevas categorías para aprehender la realidad (Yoo, 2004: 163), lo cual otra vez deja abierta la puerta para la renegociación del estatus de otredad a partir de ser percibido –clasificado– de modo distinto.

En Douglas, un sistema de clasificaciones no sólo se hereda sino que también se produce de acuerdo con las necesidades de coherencia y nuevos significados que plantean las relaciones con el entorno. Esta idea de lo agente y lo estructural, que se dejaba entrever en la autora, ha sido trabajada con mucha mayor amplitud por Alexander (1998). Por ejemplo, cuando invita a romper la dicotomía entre agencia y estructura al manifestar la simultánea presencia de ambas en la acción,11 que “debe ser vista como un proceso constante de ejercitar la agencia a través, no en contra, de la cultura” (Alexander, 1998: 218). Existe, por tanto, según el autor, un proceso “agéntico” de reproducción de narrativas y códigos que es asintótico al eje de la acción imitativa. La propuesta se anuncia distinta de las de Bourdieu (estructuras estructurantes estructuradas del habitus) y Giddens (estructuración), porque de ellos Alexander subraya argumentaciones que implican secuencialidad entre estructura y agencia, en lugar de implicación simultánea. Se trata del mismo ánimo secuencialista que podría atribuirse críticamente a Douglas, pues en su explicación –antes de innovarse en los sistemas de rótulos– primero se los ha recibido y practicado establemente tanto como ha sido posible.

La apuesta de Alexander por el performance cultural permite que su postura se aleje de ontologismos y se sitúe del lado de las percepciones –fallidas o exitosas– acerca de los despliegues de significados. Ello actúa en favor del tránsito de ser otro a ser parte de nosotros, porque el primer elemento no estaría condenado, como Sísifo, a repetir una y otra vez de modo invariable su otredad (siempre hay oportunidad para un nuevo despliegue). A su vez, la nostridad no tendría ineludiblemente que asignar exterioridad a los otros: en la medida en que los referentes se modifican, siempre puede haber un juicio inédito sobre lo que se observa. Las acciones de ambas partes están informadas por el sistema de clasificación vigente, pero al mismo tiempo –y no como secuencia– en cada escenificación ese sistema es actualizado.

 

 

Dejar de ser el otro vis-à-vis
pretender que no se es el otro

 

En este punto cabe introducir la discusión sobre si actualizar la división otros-nosotros es un acto calculado, o se verifica en tiempos de efervescencia simbólica. Nuevamente es al pensamiento de Durkheim al que recurren los ejemplos de momentos rituales perpetuadores de estructuras rodeados de atmósferas de trance. De este autor se evoca la saturación de los sentidos, como si lo otro no pudiera santificarse sin realmente entrar en contacto con lo sacro (la proyección idealizada de la sociedad, un nosotros). Ello adquiere un grado de intensidad tal, que se diría que en el ritual de paso muere el anterior otro-individual entregándose al cuerpo social para una nueva existencia. En el extremo contrario, es usual mirar hacia Goffman para ilustrar que el cambio de la situación del actor puede argumentarse como un cálculo y medición de qué hacer y decir para obtener el efecto deseado en quien observa. ¿En qué situación nos coloca esto?; ¿el otro en verdad deja de serlo o pretende que eso creamos?

Entre los autores revisados la tendencia consiste en indicar que no es necesario optar por una cosa o la otra; incluso se observa ulteriormente que los motivos del aquí caracterizado como el otro que participa de dejar de serlo no deben ser el centro de nuestra atención. Turner (1988) no niega que ante elementos disruptivos y de crisis la búsqueda de soluciones puede darse lo mismo en clave racional que ritual. En cambio Douglas –citada por Yoo– concede más peso al convencimiento en el tránsito, porque para evitar el peligro de desorden en los rituales no puede fingirse la pureza. Lo inauténtico sale a relucir “y lo real […] no puede ser alcanzado por esfuerzo consciente” (Yoo, 2004: 166). Lo otro-impuro parece en riesgo de caer a lo ontologizado, y la convicción es clave en el ritual de purificación-normalización-desalienación. Eso en lo que respecta a los motivos del otro-actor, si bien en su texto de 1999 Douglas tematiza la simultaneidad de lo racional y lo no racional, aunque no en el otro en sí, sino en el locus de las normas de clasificación y de cómo han surgido. Dice a la letra:

 

En lo que respecta a la pregunta del carácter racional o irracional de las reglas de polución, […] las creencias de contaminación ciertamente pueden derivar de una actividad racional, del proceso de clasificar y ordenar la experiencia. Ellas no son, sin embargo, producidas por procesos estrictamente racionales o siquiera conscientes, sino como un producto secundario y espontáneo de esos procesos (Douglas, 1999: 114).

 

Lo anterior podría calificarse de desbalance en el modelo explicativo, al concebir una dialéctica entre atributos aparentemente contrarios, pero no llega a extenderla uniformemente a todos los elementos involucrados en el sistema de clasificaciones. ¿De qué otro modo podría justificarse que se pueda ser racional-irracional en las normas que fabrican al otro, y que ese otro, en su potencial tránsito de purificación ritual hacia la nostridad, no esté atravesado por la misma dualidad si ha de ser realmente puro?

Resolverlo parece una tarea llevada a un plano mucho más consciente en Alexander, de cuyo sistema de rótulos y de su modelación del actor no puede afirmarse que alguna vez estén ausentes lo racional y lo que no lo es. De acuerdo con el autor, “[no] existe un discurso civil que no conceptualice el mundo entre aquellos que son merecedores de inclusión y aquellos que no lo son” (Alexander, 2000: 143). La ubicación de actores, estructuras y procesos en uno u otro de esos polos se da dentro de lo que él llama una “red de comprensiones”, generada por cada sociedad en un contexto particular. Por sobre su variabilidad, ésta supone el rasgo común de enfrentar situaciones de rotulación con base en distinciones binarias entre lo puro y lo impuro. Bajo tal lógica, la primera de estas categorías denota un estatus de participación y membresía potencialmente plenas en lo social, en tanto que lo asociado con la impureza quedaría –legítimamente, según los cánones imperantes– relegado a los márgenes de la sociedad o excluido de ella.

En este sistema de clasificación, donde de forma permanente hay un otro y un nosotros patentes, algunos de los marcadores que Alexander sugiere pertenecen a clasificaciones que sólo pudieron surgir de constructos racionales; por ejemplo, los marcadores de pureza llamados “lo que proviene de la deliberación abierta” y “lo que critica a la autoridad”. Por el contrario, otros rótulos evocan orígenes no racionales, como lo amigo, lo honorable. Hasta aquí no hay divergencia con Douglas respecto de los múltiples orígenes que puede tener el sistema de rótulos. En lo que toca a lo racional y a lo no racional en los actores mismos, contamos igualmente con diferentes pistas. Alexander critica la celebración de la pura racionalidad, autonomía y autosuficiencia de los actores, lo mismo que su descripción como entes infinitamente creativos, procederes que identifica en la teoría del intercambio y el interaccionismo simbólico (Alexander, 1998: 217). Sin embargo, con toda seguridad desde su perspectiva los actores de las sociedades contemporáneas, fragmentadas, tampoco pueden describirse exclusivamente como partícipes de un pleno consenso generado en episodios de carga de energía (Alexander, 2011). En otras partes de su obra el autor observa que la racionalidad no es una propiedad de una acción o de un actor en específico. Mucho menos es típica de una época, pues “los elementos arbitrarios, inconscientes, fusionados, y sí, irracionales de la cultura, no han […] desaparecido […]. Gente moderna y racional continúa infundiendo valores, instituciones, e incluso locaciones físicas mundanas con misterio y reverencia sagrados”12 (Alexander, 1991: 71).

¿Cuál es la consecuencia de lo anterior para resolver si el otro, en calidad de actor, emprendería (en un performance) un tránsito a la nostridad, convencido del significado que eso implica o por planeación estratégica? Para responder es preciso mirar con atención el momento en que Alexander escribe. Su propuesta de performance cultural se ha desarrollado en una fase de la sociología donde los autores que siguieron el giro dramático ya no cuestionan más la naturaleza de la acción performativa, y quizá tampoco su significado, sino su interpretación de autenticidad. La primera transición queda perfilada en la siguiente cita:

 

Kenneth Burke [...] introdujo la noción de acción simbólica; Clifford Geertz [...] la hizo famosa. Estos autores querían dirigir la atención al carácter específicamente cultural de las actividades, la manera en que son expresivas en lugar de instrumentales, irracionales en vez de racionales, más como el performance teatral que como el intercambio económico. Derivando también de Burke, Erving Goffman [...] introdujo su propia teoría dramatúrgica más o menos al mismo tiempo. Por la unidimensionalidad del énfasis pragmático del interaccionismo simbólico, sin embargo, la dimensión específicamente cultural de la aproximación de Goffman […] al drama casi no dejó huella en la tradición sociológica, aunque más tarde entró a la disciplina emergente de los estudios en performatividad.

En las décadas que siguieron a la enunciación de estas ideas seminales, aquellos que formaron parte del giro cultural siguieron un camino diferente. Ha sido el significado, y no la acción, lo que ha ocupado el centro de atención, y merecidamente (Alexander, 2011: 8).

 

En lo que respecta a la transición desde el debate del significado hacia su interpretación de autenticidad, la pieza clave ha sido el pragmatismo cultural (distinto del de Goffman que, en su actual versión, no puede dislocar del todo significado y significante, pese a que se guarde distancia de la nostalgia por el esencialismo). La autenticidad es interpretativa y no ontológica, socialmente construida, contingente (Alexander, 2011: 12-13). Si se quiere emplear esta perspectiva para la transición otredad-nostridad, se cuenta con un sistema de clasificaciones que vertebra la relación y se queda libre de establecer si el otro cree en el proyecto del nosotros o calcula obtener un beneficio al acceder al rótulo. En vez de ello, interesa saber si para la nostridad parece y se siente real que el tránsito ha tenido lugar. En una dinámica así se preserva la estructura social en los parámetros de la valoración y en las acciones mismas del actor. Por supuesto, también habría agencia cifrada en la no-automaticidad de la lectura que se hace del performance, así cumpla con todos los elementos que formalmente debe tener y el actor no sólo muestre lo que se espera de él sino lo interprete.

 

 

Quien ha logrado ser parte de nosotros,
¿puede ser expulsado de vuelta a los otros?

 

Dentro de la muestra de autores que hemos abordado el otro es alguien (individual, grupal) que brota de un tipo de relación; no se ha discutido, sin embargo, qué sucedería al día siguiente de que el otro transitara a formar parte de nosotros. Es interesante plantear si cuando lo otro se integra a la nostridad puede volver a salir de ella. Ello introduciría como tercer eje de discusión qué hay de estático y de reversible en los rótulos sociales alcanzados.

En Durkheim está el ejemplo más claro de una postura para la cual los estados conquistados poseen algún cariz de irremediables. Es sacro lo que se haya retirado de lo profano y existen toda clase de ritos para mantener a ambos separados. Sin embargo, incluso estos tránsitos totius substantiae tienen breves momentos de ambigüedad en el sistema de rótulos, pues Durkheim (1964) no descartaba regresiones de lo sagrado hacia lo profano en festividades sacras cuya efervescencia las asemeja más a la profanidad, como los carnavales. Es tanto como decir que ni siquiera en el comienzo de la sociología el sistema de clasificaciones estaba absolutamente obturado a la reversibilidad de los rótulos de pertenencia.

Para cuando Turner (1988) desarrolló su antropología del performance, ya se manifestaba abiertamente desencantado con la antropología funcionalista y estructuralista, tendente a representar la realidad como inmutable. Nada hay estático en la escenificación turneriana y los cambios de estatus están explícitamente planteados bajo el nombre de “reajuste de esquemas” (lo cual queda conectado en este espacio con la posibilidad del ajuste de las clasificaciones, así sea para remontarlas). El autor comenta: “Es obvio que Goffman, Schechner y yo constantemente resaltamos el proceso y las cualidades procesuales” (Turner, 1988: 76). Y aunque no fuera obvio, esta es una característica de la que no puede dudarse, en la medida en que Turner expone la no-pasividad de “lo que una vez fue considerado ‘contaminado’, ‘promiscuo’, ‘impuro’” (Turner, 1988: 77); es decir, de sus liminales.

De Douglas (1973) se ha mencionado antes que lo que no está con la sociedad está potencialmente en contra suya –lo impuro atenta contra el orden–, pero esa rotulación fue concebida como antiontologista, porque lo santo y lo no-santo no necesitan ser polos opuestos (Douglas, 1973: 23). Se puede ser puro en algo y no-puro en otras cosas, o ser indudablemente impuro, pero en un grado tolerable (como muestra en sus ejemplos de “pequeños incestos”, casos que la comunidad está dispuesta a pasar por alto por la lejanía de las relaciones familiares involucradas). Esto sobre todo relativiza la polaridad otredad-nostridad, y conlleva que no se precise que la nostridad se revierta si siempre encerró en sí mucho del rótulo contrario. La distinción tajante de los polos únicamente existe por las exageraciones emprendidas para conformar una idea social de qué es el orden y qué debe evitarse con el fin de que se mantenga. Y para conservar esa exageración –que es básicamente imaginaria– se cuenta con prácticas como el aseo y la purificación, orientadas a “imponer” (Douglas, 1973: 17) un sistema de experiencia capaz de domar a lo otro, el cual introduce incertidumbre en el arreglo normal de las clasificaciones.

La antropóloga reconoce que el lenguaje del llamado al orden lanzado sobre lo que altere la idealización de la sociedad puede generar la impresión de un sistema analítico donde “el individuo está en las garras férreas de unas categorías de pensamiento” (Douglas, 1973: 18). Su vía para escapar de tales garras es sugerir que quien se comprende en un polo de la sociedad (por ejemplo: el del impuro o el otro), no podría evitar usar esa clasificación sin pensar en la existencia del extremo opuesto. De ahí se infiere que aun cuando el sistema de clasificaciones tenga apariencia de clausurado, en los caminos de la mente ya es accesible otra forma de ver las cosas, un polo opuesto, y allí existe una semilla de cambio.

Lo reversible, en vez de lo estático en el polo que se ocupa, no se deja a la libre interpretación en Alexander, en cuyo performance cultural lo que se atribuye a alguien sólo es un efecto momentáneo (Alexander, 2011: 55). Por lo tanto, las acciones del actor están informadas de la evanescencia de sus logros y de la necesidad de emprender de nuevo su “validación” en algún momento.

Esto da lugar a una última estación de reflexión: en el tránsito de un rótulo a otro dentro del sistema de clasificaciones, ¿sólo se moviliza el aval13 del nosotros que observa y juzga, o importa lo que el otro que transita interpreta sobre su situación? Como ya se ha dicho, en Las formas elementales… de Durkheim no queda nada de la persona involucrada en el ritual de transición una vez que se entrega por completo a la sociedad. Ésta la reclama como propia a partir de ese momento. La fagocita. Hay co-creación del resultado del tránsito en la medida en que existió participación en el ritual para realizarlo, pero en última instancia, ¿cómo podría quien transita tener algo que decir al final del proceso, si luego de éste no existe ya su conciencia previa?

Sin grandes rompimientos, en Turner pesa más la imputación de alguno de los términos de su sistema social de clasificación –homogeneidad-heterogeneidad, anonimato-sistemas de nomenclatura, lo uniforme-lo distintivo, lo silente-lo parlante (Turner, 1968: 107)– que lo que los liminales puedan decir para mostrarse no liminales. De igual manera, en Douglas la impureza es imputada: la suciedad existe en el ojo del espectador (Douglas, 1973: 14). Los hechos incómodos no se pueden ajustar a la estructura, son ignorados –voz pasiva para los otros impuros– o son distorsionados con el fin de aparentar, bajo cierta luz, que sí encajan en el sistema de clasificaciones (Douglas, 1973: 56). Incluso si se llegara a lo nóstrico vía purificación simbólica, un actor habría sido “acomodado” por otros sujetos al esquema que comparten. Tampoco en Alexander puede ignorarse la imputación –tematizada bajo el concepto de “poder cultural”–, por cuya disparidad está decidido quién califica el performance observado. Queda para abordar en otra ocasión que por lo menos en el concepto de “catexis” –compenetración del actor con el performance– hay un resquicio reservado al sentido que el actor encuentra en su propio despliegue, pero ciertamente la rotulación de su performance no depende de esa compenetración y, lo mismo que en las otras propuestas teóricas, la validación es externa a los actores.

 

 

Conclusiones

 

Al retomar a Durkheim, Turner, Douglas y Alexander se puede observar que las preocupaciones teóricas por los sistemas de clasificación de las sociedades que surgieron a debate a finales del siglo xix no estuvieron ausentes en ningún punto del siglo xx, y han llegado al nuestro con la misma intensidad, depositada en tres preguntas: ¿cómo diferenciamos entre otros y nosotros?; ¿qué características asociamos a esos rótulos?; y ¿de qué forma planteamos los posibles cambios de posición en esa polaridad?

Al analizar las respuestas propuestas por los cuatro autores revisados, y aplicadas esas consideraciones a la otredad, se ha apreciado la trayectoria no lineal de un argumento que partió de la profanidad separada ritualmente, transitó por la marginalidad conservada en actos de “drama social”, y arribó a la lectura de inautenticidad de un performance que se desenvuelve en momentos “semejantes al ritual” en las sociedades heterogéneas.

Entre las posturas desplegadas, las que parecen fortalecidas por la trayectoria acumulativa en el estudio de la estructura y la agencia aplicadas a los sistemas de clasificación son las implicaciones teóricas que: i) dan cabida a la innovación en el sistema de clasificaciones, en lugar de aproximarse a él como una herencia estática; ii) modelan la transición del otro como un proceso en el que lo simbólico no niega lo racional; y iii) dan tratamiento a la reversibilidad de los estados alcanzados (por el hecho de que la nostridad y cualquier otro rótulo siempre deben validarse de nueva cuenta).

No ha podido encontrarse en los pensadores examinados argumentos a propósito de que la verificación del tránsito no sólo dependa de un juicio imputado por la nostridad. Si en ningún momento se ha involucrado la opinión de quienes han emprendido la transición, ¿ha sido porque el área identificada no existe y por eso no se estudia, o entraña un posible punto de interés en futuras agendas de investigación?

Para deslindar la cuestión conviene preguntar qué pasa cuando la pertenencia a un rótulo es real para un actor, aunque no lo sea para los otros detentadores del rótulo –quienes además lo juzgan. En las comunidades imaginadas de Benedict Anderson existe una primera base para pensar en la existencia de cosas imaginarias, rótulos, reales para las personas que se los atribuyen y manifiestan en sus vidas cotidianas. Si en alguna medida, por mínima que sea, son rótulos logrados aquellos que a los actores les parecen logrados, y ello además surte efectos en sus experiencias, ¿no se trata de un escenario de autovalidación que no se puede descartar como fenómeno de estudio, y debe figurar en las explicaciones de la transición entre rótulos? Piénsese, a guisa de ejemplo, en la comunidad judía de Venta Prieta, Hidalgo, cuya identidad siempre giró en torno a concebirse descendiente de criptojudíos, mientras que en 1950 el antropólogo Raphael Patai estimó que no era una comunidad auténtica, sino la escisión de una iglesia cristiana que había comenzado a favorecer el Antiguo Testamento (Segal, 1999: 138). Acaso no esté suficientemente discutido que los rótulos no nada más se conceden o se niegan: pueden reclamarse y vivirse como reales, incluso en medio de escenarios de denegación de validez en la clasificación otros-nosotros. Quizás hay alguna proporción de los otros a la que la negación de nostridad no le impida vivir el rótulo como su realidad indiscutible, y que siga pensando en los nosotros que le dan la espalda como si fueran sus hermanos de expedición en la densa selva de las rotulaciones sociales.

 

 

Bibliografía

 

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1 La noción de “nostridad” o “nostrismo” (en inglés nostrity o nostrism) alude a la “idea de nosotros” y los procesos de su construcción. Se ha rastreado en la obra de 1932: Der sinnhafte Aufbau der sozialen Welt, de Alfred Schütz (donde figura la “relación de nosotros” como Wirbeziehung). En castellano, nostridad aparece en el escrito de 1957 El peligro que es el Otro y la sorpresa que es el Yo, de José Ortega y Gasset (1983). Véanse al respecto: López (1959); Hermida-Lazcano (1996); y Naval y Suárez (2000).

2 Para la caracterización de esta última teoría como superación de las nostalgias rituales durkheimianas y weberianas, véase Alexander (2011: 16).

3 Toda teoría es menor en complejidad que el mundo mismo que busca asir.

4 La muestra de autores se justifica por estar articulados en torno a un eje que atravesó todo el siglo xx y supera ya la década y media del xxi: una misma conversación que, en su estudio de lo social, ha partido de lo ritual para modelar las clasificaciones sociales, y que actualmente considera lo semejante a lo ritual en ese mismo tema. La elección guarda asimismo la coherencia interna de la métrica binaria de las clasificaciones de actores y procesos sociales, y se ha conformado en alusión al antes mencionado apellido de familia provisto por Smith y Riley en The Durkheimians.

5 Las parejas: “la clasificación de lo otro es estructural / la clasificación de lo otro es agente”; “lo otro vuelto nosotros es un cambio simbólico / lo otro vuelto nosotros es un cambio calculado”; y “lo otro vuelto nosotros es un tránsito sellado / lo otro vuelto nosotros es un tránsito reversible”.

6 En el sentido de crear de nueva cuenta (y potencialmente de forma distinta a la previa).

7 Primero intuitivamente y después con mayor centralidad.

8 El ejemplo se desenvuelve en una tónica, más que de enamoramiento, de liderazgo carismático; líneas adelante toma como su referente a la relación de algunos soberanos con sus pueblos. En cualquier caso, la frase que utiliza la versión en inglés del texto ciertamente es fall in love.

9 En Turner la racionalidad tiene la misma relevancia que el deseo y el afecto, así que ninguno puede descartarse como móvil del desafío a la norma de clasificación.

10 Cultura que, además, tiene fuertes connotaciones estructurales, pues se reconoce que mediatiza experiencias individuales y provee las categorías que ordenan las ideas y valores (Douglas, 1973: 59).

11 “La agencia es el momento de libertad que ocurre dentro de tres ambientes estructurados” (Alexander, 1998: 215): la cultura, la personalidad y el sistema social de relaciones y redes de las personas entre sí.

12 Tal y como en el caso del enamoramiento entre soberano deificado y sociedad en Durkheim.

13 La lectura de verosimilitud.

* Doctorado de Investigación en Ciencias Sociales con énfasis en Sociología, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México (Flacso México). Correo electrónico: michelle.romero@flacso.edu.mx