soc Sociológica (México) Sociológica (Méx.) 0187-0173 2007-8358 UAM, Unidad Azcapotzalco, División de Ciencias Sociales y Humanidades 00015 Artículos de investigación Notas y rutas en torno a la construcción de una sociología del arte contemporáneo Notes and Routes for Approaching the Construction of a Sociology of Contemporary Art Quiroz Trejo José Othón * Camacho Navarrete Fabiola ** Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco, Departamento de Sociología. Correo electrónico: <othonquiroz@hotmail.com>. Universidad Autónoma Metropolitana Universidad Autónoma Metropolitana Departamento de Sociología Mexico othonquiroz@hotmail.com Doctora en Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco. Correo electrónico: <fabiola.camacho.0268@gmail.com>. Universidad Autónoma Metropolitana Universidad Autónoma Metropolitana Mexico fabiola.camacho.0268@gmail.com 30 10 2019 May-Aug 2019 34 97 145 181 02 02 2018 11 03 2019 Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons RESUMEN

El presente artículo propone abrir la reflexión sobre el papel de la sociología frente a la producción artística contemporánea. Para la construcción de una sociología del arte en México proponemos la recuperación transdisciplinaria como herramienta epistemológica y metodológica de acuerdo con las características que el fenómeno de arte contemporáneo en nuestro país plantea. De esta manera, proponemos desvelar de manera crítica las posibles rutas epistemológicas y metodológicas que logren abrir fronteras teóricas con el fin de establecer un estudio del binomio arte-sociedad acorde con la realidad de nuestro México contemporáneo.

ABSTRACT

This article aims to provoke reflection about the role of sociology in the contemporary production of art. For the construction of a sociology of art in Mexico, the authors propose trans-disciplinary recuperation as an epistemological and methodological tool according to the characteristics that the phenomenon of contemporary art in our country puts forward. Thus, they propose to critically reveal the possible epistemological and methodological routes that allow it to open up theoretical frontiers in order to establish a study of the art/society binomial in accordance with the reality of contemporary Mexico.

Palabras clave: sociología del arte arte contemporáneo teoría sociológica epistemología y estética política Key words: sociology of art contemporary art sociological theory epistemology and political aesthetics
Introducción

Ante los procesos que emergen de la producción artística y que involucran y confrontan posturas teóricas, políticas, e incluso económico-mercantiles, la sociología cada vez da mayor cuenta de las prácticas, piezas y actores involucrados en el desarrollo de la escena artística contemporánea. Sin embargo, el hecho de que el interés por los fenómenos artísticos -desde la óptica de nuestra disciplina en América Latina, pero sobre todo en nuestro país-, no haya constituido un espacio de producción intelectual sustentable de cara a otros fenómenos que tienen una tradición e incidencia trascendental en la producción teórica mexicana, todavía no es algo tan claro que aparezca como una obviedad. Valga mencionar que el primer intento cierto de crear una sociología del arte se dio en 1968, cuando Lucio Mendieta y Núñez, director del Instituto de Investigaciones Sociales y de la Revista Mexicana de Sociología en la UNAM, organizó el 17o. Congreso Nacional de Sociología, con el tema de “sociología del arte”. Ahora bien, dicho esfuerzo culminó con la publicación de las memorias respectivas (Asociación Mexicana de Sociología, 1968), pero no pasó de ser una iniciativa individual, vertical e institucional que no logró consolidar un grupo estable de investigadores interesados en la sociología del arte. En suma: la reflexión y la investigación sobre los temas relacionados con esta disciplina en México son particularmente escasas.

Como bien apunta Margarita Olvera, haber seleccionado a la sociología del arte como “el tema del Congreso, además de inusitado era impensable en la lógica pragmática de los congresos anteriores” (Olvera, 2004: 203), convocados y organizados por Lucio Mendieta y Núñez. Reflexionar en 1968 sobre sociología del arte fue una iniciativa individual de Mendieta y Núñez, quien desde 1962 había escrito un libro sobre el tema (Mendieta y Núñez, 1979). Este precursor de la sociología en México aprovechó sus relaciones políticas y académicas, internacionales y dentro del gobierno, para realizar un evento cupular, el cual, más que buscar la creación de un colectivo de investigación que le diera continuidad a la iniciativa personal de Mendieta y Núñez fue un acto de política cultural oficial del régimen priísta de aquellos años. Una ceremonia y ritual donde cabían desde pensadores internacionales conocedores del tema, como Jean Duvignaud y Alphonse Silbermann; algunos estudiosos mexicanos; un representante del muralismo que había perdido su carácter instituyente y que formaba parte del acervo que legitimaba culturalmente al Estado, como David Alfaro Siqueiros; y políticos y mandos militares que nada tenían que ver con la sociología y menos con el arte, como el expresidente Miguel Alemán Valdés y el subsecretario de la Defensa Nacional, Jorge Minvielle Porte-Petit. Habría que reconocer que entre la publicación de Arte y sociedad, de Roger Bastide, en 1947 (Bastide, 2006) y la primera edición en español de Fundamentos de la sociología del arte, de Arnold Hauser (1982),1 apareció en 1962 la Sociología del arte de Lucio Mendieta y Núñez, el primer libro sobre la temática escrito por un hispanoparlante.2 Antes y después del emblemático 1968 y del citado congreso se publicaron varios libros con el título o subtítulo de “sociología del arte”. Los años que rondaron a 1968 constituyen un momento particularmente importante en la historia sociocultural y artística del siglo XX. Bajo el impulso y la presión de una generación de artistas, literatos, músicos y cineastas, la industria cultural vivió su momento más radical del siglo. La nueva ola francesa en el cine, el rock inglés en la música, el diseño gráfico, el cómic y la poesía, entre otras expresiones de la contracultura juvenil de la época, obligaron a editoriales, productoras cinematográficas, disqueras y medios masivos de comunicación a dar cabida a un oleada de artefactos artísticos contraculturales que acompañaron a los movimientos estudiantiles de los sesenta.

Ese contexto cultural y político, que trastocó imaginarios dentro y fuera de los campus universitarios, explica en parte el renovado interés de sociólogos, críticos e historiadores por el arte y sus reflexiones sociológicas. Jean Duvignaud (1969), Alphonse Silbermann (1971) y Pierre Francastel (1975) publican obras sobre sociología del arte. Los años que van de 1967 a 1970 marcan un primer ciclo de reflexión sobre el arte y la sociología del arte, como “un análisis profundo de las obras” (Francastel, 1975: 13), su relación con “una sociología de lo imaginario” (Duvignaud, 1969: 10) o reflexiones sobre su objeto y “carácter de rama autónoma de la ciencia” (Silbermann, 1971: 9).3

El segundo ciclo de la sociología del arte se inició en la década de los ochenta cuando, debido al impacto de la posmodernidad y el posmodernismo, y a la fuerte presencia del arte contemporáneo, resurgió entre sociólogos, filósofos, antropólogos, historiadores y críticos la preocupación por la relación arte-sociedad. En este largo ciclo, que se cierra en 2000, predomina la presencia de sociólogos, quienes se pueden agrupar en dos sectores. Los “historiadores y filósofos”,4 que buscan analizar la relación arte-sociedad mediante la construcción de una sociología del arte, como Vera Zolberg (1997) y Vicenç Furió (2000), y los que la abordan desde la sociología en general, sin pensar en la creación de una nueva sociología especializada, como Howard Becker (1984), Raymond Williams (1994), Norbert Elias (1991), Pierre Bourdieu (1992), Zigmunt Bauman (2001 y 2007) y Niklas Luhmann (2005). A este grupo hay que añadir una camada de autores que se desprenden del mismo para insertarse en las discusiones actuales sobre la relación entre arte, estética y sociedad, y así conformar el tercer ciclo de las reflexiones e investigaciones sobre esa relación; me refiero a Michel Maffesoli (2007), Susan Buck Morss (2001 y 2007), Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (2015), y a la principal promotora de una sociología del arte acorde con los tiempos actuales, Nathalie Heinich (2003).

Frente a estos antecedentes, nuestra intención al elaborar este artículo ha sido motivada por la búsqueda de desvelar no sólo la importancia de analizar los fenómenos ligados con el arte y las relaciones que -emanadas de él- intervienen de manera directa dentro del cuerpo social, sino también de proponer algunas rutas que se integren al desarrollo de una teoría capaz de enfrentar los diversos problemas suscitados alrededor de la producción del arte moderno y contemporáneo en nuestro país, teoría que, como lo veremos más adelante, se sustenta en condiciones sociales, actores y relaciones específicas, ligadas a nuestro propio contexto.

El arte frente a la óptica sociológica

En principio, resulta pertinente exponer las ideas que han dado fundamento teórico a la sociología del arte. Si bien cada uno de los varios teóricos interesados en el tema, como Vicenç Furió y Vera Zolberg, y en América Latina, Néstor García Canclini (2001) y Marisol Facuse (2010), ha tratado de trazar coordenadas adecuadas para crear un campo de acción específico para la sociología del arte, es relevante indicar que las tensiones metodológicas y conceptuales se hacen visibles en cuanto se trata de admitir si nuestra disciplina debe considerar sólo al objeto y su horizonte estético, o únicamente las relaciones de poder y reciprocidad que surgen al través del objeto y los actores; y en un segundo momento, si sólo se trata de esclarecer estas relaciones, identificando a los participantes, instituciones y maneras de organización, o si será necesaria una comprensión profunda incluso en los niveles subjetivo y simbólico.

Una de las investigadoras contemporáneas más preocupadas por defender la especificidad y congruencia de la sociología del arte es la socióloga francesa Nathalie Heinich, quien no sólo preconiza la necesidad de establecer un marco especial para el análisis de los fenómenos ligados al arte, sino también el desarrollo de esta rama de la sociología y sus impactos en la sociología en general, como ella lo entiende: “Si la sociología del arte tiene como misión comprender la naturaleza de los fenómenos y de la experiencia artística, también produce la consecuencia de llevar a la sociología a reflexionar sobre su propia definición y sobre sus límites” (Heinich, 2003: 9; 2001). Las palabras de la socióloga francesa nos envuelven en una discusión no sólo rica en problemáticas, en lo que a la materia del objeto artístico se refiere, sino en una cuestión epistemológica. Nos encontramos, entonces, ante el dilema de resolver y disolver ciertas barreras disciplinarias existentes, para que el estudio del arte se inserte dentro de la práctica sociológica sin más; o de crear fronteras leves, sutiles, porosas y flexibles acordes con la hibridación y transdisciplinariedad del arte contemporáneo.

Natalie Heinich concibe a la sociología del arte como la culminación de un largo proceso secular de tres generaciones que reúne historiadores, críticos, estetas, filósofos y científicos sociales, los cuales investigan y reflexionan en torno al fenómeno del arte con intenciones sociológicas: tres momentos secuenciales del siglo XX en pos de la construcción de una sociología del arte (Heinich, 2003: 16). La primera generación de lo que llama estética sociológica supera la relación artista-obra, que marcó los estudios anteriores, y centra sus preocupaciones en la relación arte-sociedad. Surgió en la primera mitad del siglo XX, sobre todo entre historiadores, filósofos y estetas, e incluye a la tradición marxista, la Escuela de Frankfurt y al historiador del arte Pierre Francastel. La segunda generación, la de la historia social del arte, según la citada autora, se preocupa por reflexionar sobre “el arte en la sociedad” o sea “por el contexto -económico, social, cultural, institucional- de producción o […] recepción de las obras” y “se caracteriza […] por sus métodos, a saber, el hecho de recurrir a la demostración de una postura ideológica o de un alcance crítico” (Heinich, 2003: 28). Está integrada por varios historiadores del arte, cuyas obras abarcan un periodo que va de 1938 a 1991.

La tercera generación, culminación del proceso lineal de construcción de la sociología del arte que la autora propone, es la de la sociología de los cuestionarios. Así la llama debido a que las fuentes de información ya no son los documentos del pasado. En ésta integra a varios autores que, aun como parte de esta generación, no asumen la postura que ella defiende (Heinich, 2003: 42-112), que se considera una socióloga del arte. Su propuesta constituye una sociología centrada en el “arte como sociedad”, interesada en “el funcionamiento del entorno del arte, sus actores, sus interacciones, su estructuración interna” (2003: 42). Se trata de una sociología por momentos positivista, que se deslinda abruptamente de estudiar “los saberes de los artesanos”, o “las formas de creatividad espontáneas -ingenuas, infantiles, insanas- excepto que estén dentro de las fronteras del arte contemporáneo institucionalizado” (2003: 8). Este deslinde implica que la sociología del arte de Nathalie Heinich se mueve en el terreno de lo instituido, por lo que deja fuera del ámbito de sus estudios a las expresiones artísticas instituyentes o contraculturales.

Son varios los inconvenientes en la historia y las clasificaciones del proceso de construcción de la sociología del arte propuestas por la autora. En principio, parece un mero recuento de estudios, escuelas y sociologías adecuado a una cierta teleología; una recolección de autores supeditada al sentido preconcebido que marca su recorrido disciplinar; un proceso tendente a la creación y fortalecimiento de la sociología del arte en su fase actual: la sociología de las encuestas, o futura: la sociología del arte de la cuarta generación. Esta última “consistiría no en sustituir a las anteriores, sino en complementarlas […] en una dirección más antropológica y pragmática, ampliada a la comprensión de las representaciones y no solamente a la explicación de los objetos o los hechos” (Heinich, 2003: 110) y, como en toda teleología, la autora cierra su propuesta con su propio fin último: realizada la sociología del arte de la cuarta generación, “habríamos terminado de estudiar el arte y la sociedad y, más todavía, a la sociología del arte como producción de actores” (2003: 110).

Dentro de la pléyade de estetas, historiadores, sociólogos y filósofos que forman parte del proceso histórico de su sociología del arte, Heinich emprende un tratamiento diferenciado de sociólogos tan importantes como Norbert Elias, Pierre Bourdieu y Howard Becker. Los incorpora a la historia de sus generaciones como sociólogos con diferentes enfoques para abordar el arte. Como ya hemos mencionado, estos pensadores abordan las dimensiones sociales del arte, sin pugnar por, ni recurrir a, una sociología especializada. Para la citada autora las aportaciones de estos connotados teóricos son expresiones de intereses y temáticas que se relacionan, en primer lugar, con las obras mismas, y en segundo término, con su producción, distribución y recepción (Heinich, 2003: 47). A partir de estos criterios, y desde enfoques que Heinich considera como variantes de una sociología general, incluye a Elias y sus reflexiones sobre Mozart (Elias, 1991), entendidas desde lo que este autor llamó una sociología del genio y dentro del ámbito de su sociología de la identidad, desde la cual concluía que este extraordinario músico vivió el tránsito del “arte artesanal” al “arte artístico”. A Pierre Bourdieu, quien tiene innumerables trabajos que se mueven entre la sociología de la cultura y la del arte (Bourdieu, 1968, 1992, 2002, 2003), lo incorpora a través de sus aportaciones provenientes de las sociologías del gusto y de los campos. A Howard Becker, que escribió Los mundos del arte (Becker, 1984), lo introduce debido a sus análisis realizados desde la óptica del interaccionismo simbólico.

Por otro lado, el recuento de Nathalie Heinich excluye a varios sociólogos, filósofos y antropólogos reconocidos, cuyos abordajes de la relación arte-sociedad -mediada o no por la cultura- han dejado obras particularmente relevantes de reflexión sociológica sobre el arte. Entre ellos, a Zigmunt Bauman con sus artículos: “El arte posmoderno, o la imposibilidad de la vanguardia”; “El significado del arte y el arte del significado” (Bauman, 2001) y la compilación con el título de Arte, ¿líquido? (Bauman, 2007).5 Tampoco consideró los libros y reflexiones sobre la estetización de la sociedad, la relación ética-estética y el apogeo del homo aestheticus de Michel Maffesoli (2007) o los trabajos de Gilles Lipovetsky (Lipovetsky y Serroy, 2015) sobre el capitalismo artístico y la estetización del mundo. Otras dos omisiones importantes son las del polémico filósofo y sociólogo Jean Baudrillard, quien en su texto El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas entra de lleno en el tema del arte contemporáneo (Baudrillard, 2007), así como la de Susan Buck-Morss (2001), profunda conocedora de la obra de Walter Benjamin, en cuyos libros y artículos el arte, la sociedad y la política se entrelazan de manera magistral (Buck-Morss, 2007). Sin olvidar a Niklas Luhmann, quien reflexionó sobre el sistema del arte moderno (Luhmann, 2005).

Ahora bien, más allá de paralelismos entre disciplinas y objetos, debemos fijar nuestra mirada en los elementos que conforman plenamente el quehacer sociológico dentro del fenómeno artístico. De ahí que las preguntas se extiendan hasta establecer los límites e interrelaciones que la sociología tiene con el objeto, los sujetos involucrados y las formas de producción, así como con las plataformas mediadoras entre el campo artístico, las relaciones que se producen dentro y fuera de él, los productos y las modalidades de consumo, e incluso las de apropiación de esos bienes simbólicos.

Los estudios actuales sostienen que la integración del arte en la sociología se ha vuelto obvia. El antropólogo Néstor García Canclini defiende esta idea al admitir que:

La integración del arte en la sociedad se ha vuelto obvia para muchos artistas, historiadores, críticos y sociólogos, pero que el conocimiento de esa integración avance no quiere decir que resulte menos conflictiva; […] la teoría y la historia del arte son desafiadas por la sociología a reconocer los condicionamientos que derivan de la producción, la circulación y el consumo de los bienes artísticos (García Canclini, 2001: 11).

Sin embargo, la sociología del arte no centra su atención sólo en las obras en sí mismas o en su evolución estilística, como tampoco exclusivamente en el análisis de los factores económicos, políticos, sociales y culturales del momento histórico, sino que, a partir del conocimiento de ambos aspectos -las obras y el medio en que se producen- pretende poner de relieve la dimensión social del hecho artístico. Por lo anterior, cabe subrayar que en el binomio arte-sociedad se trata de estudiar las influencias, e incluso los condicionamientos y, por lo tanto, proponer interpretaciones que fundamenten y expliquen la citada interdependencia. Al abrir y ampliar el ámbito de los autores interesados en el estudio del binomio arte-sociedad y la vía de retorno sociedad-arte como su necesario complemento dialéctico observamos que, en su mayoría, esos filósofos, estetas, críticos, historiadores, sociólogos y antropólogos no siguieron, a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, rutas preconcebidas o tendentes a crear una sociología del arte, a excepción de algunos que escribieron libros o artículos en torno a la construcción de dicha especialidad sociológica a finales de la década de los sesenta.

Ahora bien, con los embates de las vanguardias históricas y de la posvanguardia, que han propiciado que las obras salgan de los museos y galerías al encuentro de otros sectores de la sociedad, de esa amplia masa social consumidora de arte y cultura, más allá de los culturati,6 la relación arte-sociedad se ha complejizado. Además del impacto de las vanguardias artísticas, dicho binomio también se modifica con las transformaciones ocurridas en los comportamientos de la industria cultural, en momentos coyunturales. Hablamos de los años sesenta, cuando los movimientos juveniles contraculturales propiciaron que la relación arte-sociedad-espectáculo se moviera hacia la izquierda. En la actualidad, el arte ya no puede reducirse a las grandes obras ni a los estrechos espacios que las exhiben. El arte se difracta sobre la sociedad y también se genera fuera de los ámbitos institucionales; al mismo tiempo, la sociedad se estetiza, y las relaciones entre la ética y la estética se reconstituyen (Maffesoli, 2007: 17). Estetización de la sociedad, estetización del mundo que define al capitalismo del hiperconsumo como un modo de producción estético (Lipovetsky y Serroy, 2015: 9), ambas son expresiones contemporáneas de una nueva dinámica del binomio arte-sociedad, que nos obligan a estudiar la ruta de retorno de la sociedad hacia el arte, de lo instituyente a lo instituido, de la calle a las galerías.

Un concepto clave para establecer un puente entre la producción artística y la vida social es la mediación cultural, descrita por Bruno Péquignot (2007) como el elemento que integra ambos extremos del problema en cuestión, es decir, los actores productores y los actores receptores y consumidores que se insertan de manera natural en este mundo estetizado al que nos referimos líneas arriba. Los encargados de mediar y establecer las reglas del campo, los roles de los actores, las modalidades de consumo y el tipo de prácticas que se establecen alrededor de la producción sostienen una fuerte presencia y tienen gran peso en las formas de recepción. De manera inmediata, las autoridades del campo controlarán las maneras en que será traducido el mensaje de los artistas: sobre todo en esta época -donde caben todas las épocas-, el arte contemporáneo propone discursos a través de lenguajes que no siempre pueden ser comprendidos a “simple vista” por los receptores. Para entender la manera en que actúa el concepto de la mediación cultural será necesario que analicemos su nivel de acción desde los márgenes de la modernidad y la vanguardia, no solamente al interior del llamado campo artístico, sino dentro de las formas que interactúan con la vida social y los sujetos que la producen, narrados aquí como consumidores-receptores.

La innovación artística desde la modernidad plantea hacer visible aquello que no se percibe de manera simple en la realidad; es la acción de decir de otra forma lo mismo; establece “rupturas” con la horizontalidad histórica. Las vanguardias instauran la norma de desafiar los principios estéticos de la burguesía, mediante los readymades, los collages o el constructivismo ruso, entre otras prácticas, las cuales, aún en nuestros días reflejan, en su conjunto, el combate a las viejas convicciones burguesas del arte autónomo -aunque también se institucionalizan y pierden fuerza disruptiva, mientras que el capitalismo artístico absorbe la crítica y se vuelve seductor-. Llevan la acción hasta las últimas consecuencias, desacralizando, aparentemente, el arte, y restituyendo el sistema de valores simbólicos. Un ejemplo se sitúa al introducir objetos de la vida cotidiana dentro de la dimensión estética, con el objetivo de que éstos se inserten a su vez en la dimensión social, como lo establece el crítico e historiador del arte Hal Foster:

[…] los artistas descontentos se vieron arrastrados a los dos movimientos que trataban de superar esta autonomía aparente: definir la institución del arte en una investigación epistemológica de sus categorías estéticas y/o destruirla en un ataque anarquista a sus convenciones formales, como hizo Dadá, o bien transformarla según las prácticas materialistas de una sociedad revolucionaria, como en el constructivismo ruso; en cualquier caso, [se trata de] reubicar el arte en relación no sólo con el espacio-tiempo mundano, sino con la práctica social (Foster, 2001: 6 y 7).

Como Foster analiza, la ruptura se traza incluso a nivel epistemológico, pues los sistemas de valores cambian y, por supuesto, intervienen directamente en la dimensión estética de ese momento histórico. Sin embargo, si esos sistemas cambian, necesariamente lo hará también el horizonte de la mediación cultural. Como lo veremos más tarde en las primeras piezas del arte contemporáneo, el principio de marginalidad dictado por la modernidad propiciará una atracción hacia lo subversivo, hacia la contracultura, que en un par de décadas se convertiría en canon.

De acuerdo con el punto de vista que se establece en el interior del campo, en el consumo de esas búsquedas -además del reflejo que se inspira dramáticamente en esa desacralización-, el artista pasa de ser un sujeto tocado de manera divina para exaltar la belleza en el mundo profano, a ser un sujeto productor que, como el resto del posmoderno trabajo asalariado, crea mercancías, aun cuando éstas sean complejas, contengan un elemento revolucionario y sus costos se coticen en la “bolsa de valores artísticos”. Aunque estas cuestiones sean hoy motivo de debate, pues dentro del mainstream del arte contemporáneo un sector ha optado por asumirlo como puro valor de cambio, como mercancía con precios exorbitantes, sin preocuparse de sus cualidades disruptivas.

Notas críticas para la construcción teórica de la sociología del arte contemporáneo en México

Después del intento de crear las bases para una sociología del arte en México, encabezado por Lucio Mendieta y Núñez, pasaron varias décadas para que se retomara el tema. El Congreso de Sociología de 1968 fue resultado de una decisión vertical propia de una academia administrada por caudillos o caciques culturales en el más puro estilo del viejo paternalismo y corporativismo cultural del Estado mexicano, y no tuvo mayor repercusión en la joven comunidad de sociólogos, interesada en las relaciones entre el arte y la sociedad. La rápida publicación de sus memorias (Asociación Mexicana de Sociología, 1968) fue tal vez lo más rescatable de ese encuentro.

Se trata sobre todo del estudio de una sociología que se enfrenta al fenómeno artístico, sin que quede totalmente delimitada por él. Si bien no existe negación alguna frente a lo que muchos sociólogos denominan como sociología del arte, nuestra intención se inclina a presentar un diseño donde las fronteras epistemológicas y los cruces metodológicos sean abiertos, con el fin de responder a las preguntas generadas en el propio quehacer sociológico. En general, no se trata de reducir el fenómeno del arte a la singularidad de la experiencia estética, sino de encontrar la eficacia epistemológica de nuestro análisis para la creación de una tradición teórico-sociológica emanada de la investigación.

En el caso de la producción artística contemporánea de nuestro país observamos que en diversas piezas se genera un discurso crítico sobre los hechos sociales y las rupturas entre el Estado y la sociedad. Sin embargo, la operación se transforma en el momento de la inserción de esta obra en el mercado de arte internacional y, con ello, es posible que el discurso crítico se disuelva. Se origina entonces una operación de conversión del discurso, que en un primer momento pudo ser crítico al sistema de valores mercantiles y políticos del mundo global. La materialidad histórica y política queda entonces suspendida en la condición de mercancía, de fetiche bajo el sello de factura mexicana, es decir, desde una condición de exotismo frente al primer mundo.

Artistas como Teresa Margolles, Mónica Mayer, Abraham Cruzvillegas y el propio Gabriel Orozco proponen a nuestra disciplina, a través de sus piezas -que en muchos casos reflexionan desde el lugar de lo político- examinar debidamente las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales que actúan e interactúan en este campo; reflexionar sobre el papel que desempeñan personas y grupos, formas de exposición y venta, asociaciones e instituciones, así como la propia obra de arte, cuyas peculiaridades técnico-lingüísticas también condicionan su producción, difusión y recepción. A partir de los análisis críticos del arte contemporáneo, visto como arte de la posmodernidad, puede pensarse que quienes forman parte de dicha expresión artística están totalmente integrados al sistema de mercado, o que el carácter crítico de sus obras puede ser bastante superficial; los años y la apertura de miradas han podido replantear que hay en ellos una integración relativa y compleja al mercado y un nuevo carácter crítico que no coincide con las nociones de la estética política de la modernidad (Baudrillard, 2007; Bauman, 1988). Podríamos resumir que la sociología del arte necesita comprender las condiciones técnicas en las cuales se produce la obra, a la par que desarrolla un interés por sus condiciones sociales de producción, difusión y recepción. Este enfoque implica analizar a los actores que ocupan un lugar estructuralmente importante en el ámbito artístico delimitado, mediante la investigación de sus funciones, interrelaciones y los valores que las producen.

En ese sentido, como lo que sucedió con la pintura al arribar la fotografía, la que, por un lado, le quito clientes a los retratistas y, por el otro, la liberó de la mímesis para concentrarse en la pintura misma, Nathalie Heinich considera al hecho de apartarse de “un proyecto explicativo centrado en las obras” (Heinich, 2003: 48) como el momento donde la sociología del arte “conquistó el derecho a observar cualquier punto del mundo del arte” (2003: 48), más allá de ejercer la condición utilitaria o explicativa de los diversos elementos que la constituyen, como la propia obra, su modo de producción o las relaciones que se entretejen a su alrededor, sin que “se le recuerden los valores estéticos, ni se le hagan demostraciones sociologistas” (2003: 48). Para esta autora, el sociologismo “consiste en considerar lo general, lo común, lo colectivo -‘lo social’- como el fundamento, la verdad o el determinante último de lo particular, de la singularidad, de la individualidad” (Heinich, 2003: 105; Amador, 2017).

Sin llegar a la propuesta del paradigma estético que indique la irreductibilidad del arte ante lo social, proponemos una trama donde la mirada se concentre en los actores que instauran el campo artístico, y en el caso de los artistas, en la forma en que se traducen sus discursos en las obras. Se parte de una correspondencia teórica no sólo con los autores mencionados anteriormente, sino también con otros que trabajan la condición del arte, la imagen, la estética y la política desde la filosofía y la historia del arte, así como con propuestas que debaten en torno a nuestro propio contexto -mexicano y latinoamericano- de cara a los conflictos políticos y sociales no solamente surgidos a raíz del neoliberalismo, sino desde la impronta colonialista y poscolonialista.7

Por lo tanto, proponemos que la mirada sociológica se concentre en la forma en que el arte y la cultura visual en nuestro contexto debaten constantemente con las problemáticas que se sitúan en la urdimbre social. Las diversas narrativas sociales interfieren directamente no sólo en las maneras en que nos relacionamos con el mundo, sino asimismo en las formas en que lo creamos. De ahí que exista una adecuada derivación hacia el mundo sensible e irremediablemente también hacia la condición estética de la vida colectiva.

En este sentido, analizamos a la estética como el concepto que trasciende la teoría de lo bello o la crítica de las cualidades sensibles de una obra, aunque en ciertos momentos, tal como lo venimos proponiendo, dentro del análisis sociológico sea necesario enmarcar algunas cualidades para fines prácticos de comprensión de las obras de los artistas, así como de las formas en que surgen dentro del marco de la vida colectiva, y conducen a la valorización de una sensibilidad social y a la articulación de sus espacios y prácticas a partir de lo político. Tal como lo analiza Jacques Rancière, nos referimos a una estética con una dimensión política, que el propio autor asume como una división y redistribución de lo sensible. Estas ideas funcionan como elementos que permiten visibilizar políticamente las formas como los actores desarrollan pautas identitarias y de economía de sus prácticas, entre las que se encuentran algunas expresiones surgidas de la cultura urbana de diversas unidades barriales, como la creación de murales y graffitis, rutinas dancísticas, organización de algunos colectivos que reivindican la identidad barrial y acompañan los procesos artísticos y culturales de la ciudad, pero también de los procesos creativos propios del arte contemporáneo, como puede verse en las obras de Abraham Cruzvillegas y Mariana Arteaga. De este modo, el análisis de Ranciére abre una perspectiva sobre las maneras de analizar de forma conjunta prácticas y producción artísticas en el panorama actual: “Es decir, la manera en que las prácticas y las formas de visibilidad del arte intervienen en la división de lo sensible y en su reconfiguración, en la que recortan espacios y tiempos, sujetos y objetos, lo común y lo particular” (Rancière, 2002:15). Dicho proceso, así como la división, reconfiguración y redistribución de lo sensible, estarán marcados por un estética donde “lo sensible se extiende a la esfera de lo social y, por ende, de lo político” (Arcos, 2008: 143).

Con base en un autor que nos permite establecer las diferencias entre una sociología del arte aséptica, acrítica y apolítica, y las posturas pertinentes, estimulantes y disruptivas de Rancière, en particular para nuestro continente, Ricardo Javier Arcos plantea -para el contexto de Colombia, pero que fácilmente podría extenderse a México y otros países latinoamericanos-, que “es importante repensar la estética y su dimensión política para hacer frente a un mundo cada vez más consensual donde el disenso (Rancière, 1996), esencial a la política, se ve opacado por un exceso de visibilidad propio de los medios de comunicación y de una sociedad del espectáculo como la contemporánea” (Arcos, 2008). En estas posiciones se nota una clara relación con las posturas del intelectual situacionista Guy Debord (1999).

Como lo advierte la socióloga e historiadora boliviana Silvia Rivera Cusicanqui, en torno a lo que ella denomina como sociología de la imagen, nuestra historia se encuentra constantemente fragmentada por la condición de un colonialismo interno que no termina por resolverse, pues los discursos cubren la condición de colonialidad que aún impera en nuestra cultura, por lo que la imagen logra crear un espacio de resistencia y visibilidad de los elementos que quedan cubiertos por los discursos, aun los republicanos e igualitarios; como ella lo describe, “las imágenes nos ofrecen interpretaciones y narrativas sociales, que desde siglos precoloniales iluminan este trasfondo social y nos ofrecen perspectivas de comprensión crítica de la realidad”. (Rivera Cusicanqui, 2010: 19-20). La autora admite que la imagen ofrece un amplio marco de visibilidad de las realidades que muchas veces quedan fuera de los discursos políticos -por más democráticos e incluyentes que éstos se planteen- dejando de lado los procesos y prácticas que emergen de la vida colectiva.

La imagen actúa, entonces, como un dispositivo cuya función es desvelar las zonas oscuras de las narrativas sociales que los actores tejen en su vida privada. En un segundo momento, sirve para “escamotear” el espacio político que no le es otorgado dentro del discurso. A partir de este dispositivo, los actores entran directamente en el juego político, pues confrontan las palabras -que son determinadas como “verdades”-, con la intención de desmitificar la condición de igualdad que la democracia neoliberal augura. Este planteamiento nos lleva a tratar de integrar al programa teórico de la sociología del arte una dimensión crítica y autocrítica de la teoría, desde la cual nos permita debatir los aspectos que emergen no sólo de la producción artística, sino también de los pasajes tejidos desde la vida social. La propuesta muestra la importancia de dejar que la teoría sociológica quede atravesada por algunas cualidades provenientes del arte, en tanto que éstas ayuden a superar algunos problemas en su propia construcción teórica. Ya Robert Nisbet había comenzado a referirse a estas aperturas y necesarios encuentros e interrelaciones en su libro de 1976 titulado La sociología como forma de arte, donde reflexiona acerca de las correspondencias que existen entre la ciencia y el arte y sobre la manera en que algunas cualidades propias de los procesos creativos se encuentran igualmente en la reflexión científica, tales como la imaginación icónica y la creatividad, elementos que pueden ayudarnos a comprender con mayor profundidad los fenómenos ligados al quehacer sociológico (Nisbet, 1979).

Por otra parte, las transformaciones de los campos disciplinarios de la ciencia y el arte afectan a las ciencias sociales en general y a la sociología en particular. Las fronteras cognoscitivas que los separan se adelgazan y los territorios epistemológicos se trastocan. El arte contemporáneo salta la barrera del canon y los campos interdisciplinarios: fotografía, escultura, dibujo, pintura, diseño gráfico e industrial, música y teatro, pueden mezclarse en una instalación, intervención o performance. De la misma forma que las estructuras del conocimiento se derriten, se gasifican, licuan y se intersectan para dar lugar al nomadismo gnoseológico y a la inter y transdisciplinariedad, el arte se mezcla con la ciencia social: la obra artística se enriquece con el conocimiento socioantropológico. En este momento, las obras de arte son planeadas y realizadas por equipos multidisciplinarios, donde la ciencia exacta, la social y el arte se fusionan para transformar el entorno, física, sensible y socialmente (Kuluncic, 2013; Sánchez y Conwell, 2006).

Desde Pierre Bourdieu, mucho se ha debatido sobre el reduccionismo sociologizante que algunos autores han creado frente al dilema de seguir reproduciendo las tradiciones o abrir los marcos epistemológicos ante la emergencia que los nuevos actores y fenómenos reclaman al ojo sociológico (Juanes, 2010; Subirats, 2001). Nathalie Heinich cuestiona desde el análisis del arte tal reduccionismo, al mismo tiempo que propone algunas salidas que el proceso creativo nos puede ofrecer en el momento de la construcción de conocimiento. Una de las críticas más relevantes en su libro Lo que el arte aporta a la sociología tiene que ver con la renuencia que nuestra disciplina tiene con el análisis de fenómenos que se desarrollan dentro del mundo de las representaciones, en aspectos como lo imaginario, lo simbólico (Durand, 1971) y lo estético, que desde luego aparecen en el arte:

Ya que, de manera todavía más sobresaliente que para cualquier otro objeto, el arte se vincula con lo imaginario y lo simbólico, obliga al sociólogo a prestar atención al hecho de que la realidad no es únicamente lo real. […] Se trata de considerar la descripción de lo real como una dimensión, parcial, del trabajo sociológico: una dimensión que no es exclusiva sino, por el contrario, complementaria de una sociología de las representaciones -imaginarias y simbólicas- (Heinich, 2001: 27).

Ante la idea de pensar en una sociología de las representaciones, no consideramos que la postura de Heinich se incline por descartar el compromiso ético que la ciencia tiene con preservar no solamente su carácter de rigor, sino de objetividad. Más adelante plantea la necesidad de mantener un carácter neutro -que parece una impronta del carácter objetivo de la ciencia- dentro de la investigación, aunque admite que se trata más de establecer acciones que posibiliten un diálogo y de la creación de respuestas viables (Heinich, 2001).

Dentro del análisis, sostenemos la intención de flexibilizar los paradigmas, con el fin de crear otras formas de aproximación analítica y de diseñar herramientas e instrumentos que permitan comprender el fenómeno artístico, libre de juicios o posturas teóricas que impidan la mencionada apertura de los paradigmas de nuestra disciplina (Bourdieu y Wacquant, 1995: 180). Sin embargo, ambos campos, el científico y el artístico, quedan atravesados al mismo tiempo por el político y, como lo hemos dicho, las prácticas y discursos no hacen sino formular marcas de lo político dentro del campo artístico y del espacio público; de ahí la importancia de elaborar análisis que comprendan debidamente los diversos contextos y espacios donde se suscita la producción cultural y artística.

Desde la mirada de la teoría sociológica, en la vida social contemporánea queda registrada una marca que encapsula el tiempo en el que permanecen atravesadas las formas de vida colectiva y sus márgenes de representación. Las narrativas y miradas de quienes encuentran una amenaza en el seguimiento de los mitos colectivos logran quebrar modelos y paradigmas teóricos que imponen posturas que no hacen sino retardar el acontecer y la emergencia de otras miradas sociológicas, frente a los diversos fenómenos y actores que sostienen un estado de ambivalencia, propio de las estructuras económicas y políticas contemporáneas, dentro de un estado líquido en la vida social, tal como lo concibe Zigmunt Bauman. Es un estado de fragmentación del contrato social anteriormente regido por el Estado benefactor, en el que las fuerzas políticas ciudadanas fueron quebrantadas por las políticas económicas del neoliberalismo. Dicho estado de ambivalencia puede interpretarse como un concepto que reúne diversas formas de sentido producidas socialmente, así como distintos estratos de significatividad que pueden igualmente encontrarse en un mismo actor social (Aguiluz, 2009). De esta forma, frente a los escenarios de una tradición moderna y posmoderna -la propia fragmentación de la cartografía contemporánea, los diversos saberes y experiencias producidos en nuestra vida social, y las estructuras como el campo artístico-, quedan atravesadas por dicha ambivalencia incluso en sus propias relaciones y jerarquías.

En este sentido, la cartografía contemporánea, más allá de presentar un mundo interconectado e incluso igualitario como se daba a conocer dentro del plan globalizador del neoliberalismo, en realidad ha contribuido a incluir a los individuos en este modelo de fragmentación totalitaria, así como de reducción e incluso aniquilación de las garantías individuales. No obstante, dentro de las capas que sostienen esta red de fuerzas políticas y económicas existe una estructura no menos compleja, pero sí más difusa, que en ocasiones escapa a los megarrelatos que se diseminan por todo el globo.

De regreso a la contradicción cultural del capitalismo en las épocas moderna y contemporánea, nuevamente es la esfera de las sensibilidades la que otorga tensiones y emplazamientos que rompen o congregan los dramas que, día a día, se concentran en la agenda política de todos los países. Como el antropólogo Rodrigo Díaz Cruz señala, los dramas sociales que se desprenden de la vida social impactan directamente en las relaciones de poder y en los mecanismos que éstas desatan para auspiciar su espacio (Díaz, 2014). Fenómenos como el narcotráfico, la migración, así como la violencia de género -por nombrar algunos de los que mayores casos de violencia y privación de las garantías individuales presentan- han sido analizados y representados desde el arte contemporáneo bajo la mirada de artistas como Teresa Margolles, Abraham Cruzvillegas, Mónica Mayer o Francis Alÿs. Sociológicamente, tales acciones no resultan gratuitas, ya que las formas de interacción y las tensiones que se formulan al interior de la vida colectiva impactan en los diversos modos de representación encontrados dentro del campo artístico que, además de enriquecer la vida social, al mismo tiempo presentan formas de activación política dentro de la experiencia sensible.

Desde un plano teórico, en la realidad social la experiencia sensible nos otorga una imagen distinta de lo que reconocemos como lo político. Desde la producción artística encontramos un nivel de abstracción de lo político, comprendido en este texto como la fuerza que conforma espacios y tiempos que son creados y distribuidos desde los mismos actores. Estos espacios de enunciación y de representación se nutren de la experiencia cotidiana, donde se conforman las sensibilidades colectivas. Como lo admite Michel Maffesoli, “la sensibilidad colectiva es en cierto sentido el manto freático de toda vida social: la acción política se sustenta en ella y es esencialmente su tributaria” (Maffesoli, 2007: 64). La condición sensible se manifiesta en el momento en que los deseos y las pasiones logran sustentar las bases de lo colectivo en la praxis política, e incluso se liga directamente con la condición ritual, donde la fiesta, el reino de los placeres, las procesiones y los ritos mortuorios aseguran una continuidad a la vida colectiva. Para seguir con la metáfora del cuerpo social, afirmamos que estas formas residuales -como las llamaría Pareto- son los elementos que dan estructura a ese cuerpo que, desde luego, se presenta como polisémico.

Estas formas “residuales” pueden ayudar a fragmentar, o incluso disolver, los mitos de la modernidad, concebidos como grandes relatos. Tales estructuras incluso pueden ser percibidas como ejercicios de “escamoteo”, como lo valora Ribera Cusicanqui respecto de su análisis sobre la sociología de la imagen, cuando se refieren a las formas de resistencia que nacen desde las comunidades para revertir los discursos coloniales, así como aquellos que marcan una imposición política y económica que resulta ajena a los contextos de los diversos habitantes (Rivera Cusicanqui, 2010). En el caso de la imagen, observamos que tales imposiciones, como lo admite Serge Gruzinski, provocan una guerra en un primer momento a nivel simbólico. En dicha guerra de imágenes, sostenida desde el proceso de conquista -para corporizar al indio sin alma a un sistema donde lo divino se encarna y propone un orden no solamente visual, sino que instaura completamente un imaginario donde el colonialismo de Occidente utiliza como dispositivo a la imagen-, fue derrotado el sistema de creencias del mundo indígena (Gruzinski, 2003).

La imagen se corporiza, se convierte en la dermis de las estructuras que rigen y ordenan la vida de los sujetos sociales. El condicionamiento simbólico tiene un valor excepcional en la forma de socializar las pautas de ordenamiento, y como lo constatamos en las palabras de Gruzinski, el colonialismo en nuestro contexto es el vértice de esta manera en que la imagen encara un lugar preponderante en la praxis, no solamente política, sino en las modalidades de dominación y violencia simbólica, así como en las de subversión y ruptura, como se observa en el caso del mestizaje y particularmente en el periodo barroco. La violencia desatada desde lo simbólico afecta absolutamente la manera en que concebimos las estructuras e instituciones, al mismo tiempo que impone un orden dentro de la vida social, ya que la imagen responde a la idea de mediación cultural. Para contextos como el nuestro, donde las estructuras culturales son sumamente ricas en cuanto a la diversidad y complejas por los propios episodios de violencia histórica y contemporánea, resulta necesario incluir dentro de los análisis de sociología del arte tales aspectos, no sólo porque enriquecen el trabajo de investigación, sino por el hecho de que establecen pautas para la construcción de herramientas que ayuden a comprender debidamente el fenómeno en su conjunto, es decir, la morfología del campo, las estructuras móviles que se desarrollan en su interior, tanto en la creación de jerarquías como en la formación de subgrupos. Estos últimos son particularmente complejos, ya que en ocasiones responden a condiciones de clase o de grupos culturales -como se aprecia en comunidades de pueblos originarios o de barrios en situación marginal-, que integran a la producción artística elementos simbólicos y discursivos que se contraponen a las estéticas occidentales y/o a aquellas que se observan dentro de las formas de circulación y consumo, y al interior de los mecanismos y soportes institucionales y del mercado del arte.

En consecuencia, la experiencia de lo sensible dentro de la vida colectiva adquiere un singular sentido de relevancia sociológica en nuestro contexto, porque fuera de los discursos de folclorización y exotismo exacerbados en la globalización respecto de la riqueza simbólica de nuestras culturas, los modos de operación de estas fuerzas, que pueden tener un grado de sensualismo, congregan, dentro de la experiencia, un cúmulo de elementos que conducen a la creación de una estructura capaz de instaurar un modo de organización distinto al que el Estado y las instancias privadas de la esfera económica promueven como forma de ordenamiento de la vida social. Como lo advierte Maffesoli, “la acción política no puede seguir existiendo más que si está ligada al sustrato de las sensibilidades que la fundan” (Maffesoli, 2007: 67). Existe, entonces, un desplazamiento no sólo de la vida privada a la pública, sino literalmente de sensibilidades que responden a una condición de ruptura sobre la norma social.

De acuerdo con la tesis de Maffesoli, dentro de la teoría sociológica debiera existir un cambio en el paradigma de la aprehensión de la vida social. El mundo contemporáneo y sus cualidades, que se concentran en el reino de lo sensible, nos convoca a elegir un giro epistemológico donde el concepto de vida social se integre a la condición de estar juntos. Todo acto que proviene del mundo simbólico deviene en un acto colectivo. Cada práctica corporiza y desata mecanismos de percepción. En este sentido, dentro de la producción -sea creada desde sitios periféricos del campo o en los lugares centrales del mercado e instituciones estatales o privadas- se encuentran elementos pertenecientes a los contextos, así como fenómenos donde la violencia por el crimen organizado, la de género, la pauperización de la vida o, incluso, el impacto de las industrias culturales y las plataformas digitales, muestran su influencia dentro de la obra. Es por eso que la tarea del sociólogo frente a los fenómenos contemporáneos se centra justamente en profundizar el análisis -incluso de sus propios afectos, pulsiones y gustos-, con el fin de crear una estructura lo suficientemente fuerte y a la vez sensible que nos permita reconocer aquello que los grandes relatos invisibilizan de la realidad social. La propuesta señala, igualmente, la necesidad de analizar de manera directa la condición ética y política de las diversas estéticas que se originan a través de las diversas prácticas de los actores.

De esta forma, el giro epistemológico crea una nomenclatura distinta para aprehender el objeto, diferente a la razón pura que irreversiblemente guía a la modernidad y a la teoría crítica, sea desde las posiciones no positivistas de Adorno, Horkheimer y Marcuse, o a partir de las neopositivistas y racionalistas de Habermas. Para Maffesoli se trata de reconocer, a través del conocimiento sensible, la construcción social de la realidad; que “Lo que el novelista observa de algunos individuos, el sociólogo puede reconocerlo para el conjunto social, y elaborar así una lógica del conocimiento sensible que verá en los sentidos no la exclusividad, el uso privado de algún individuo, sino más bien el motor esencial de la construcción social de la realidad” (Maffesoli, 2007: 57).

El conocimiento de lo sensible puede conducirnos a la comprensión del vínculo social a partir de parámetros no racionales, como el trabajo onírico, lo lúdico, la construcción del imaginario, el gusto y el uso de los placeres. Esta es, por supuesto, una concepción singular de la estética que rechaza a la vez la intelectualización a ultranza del mundo social y el encasillamiento de lo bello, otorgado normalmente a las grandes obras que impone la norma cultural; sin embargo, la experiencia no está constituida hasta que no se encuentra expuesta, socializada. Su puesta en escena hace eco de la distinción del goce. Es, pues, la experiencia estética una pauta de la vida colectiva, que desde luego no empata con la idea que la modernidad tenía sobre ella. Maffesoli integra al análisis la visibilidad de la vida privada que, desde el ámbito de lo doméstico, explota para corporizarse en la realidad social. Para el sociólogo francés, en el pensamiento contemporáneo queda la impronta de la sensibilidad barroca frente a la rigidez conceptual y vital impuesta por la modernidad. De acuerdo con el pensamiento de WalterBenjamin, será el detalle el elemento que desvele la sensibilidad del mundo moderno (Benjamin, 2005: 41 y 55) y que nosotros extendemos al posmoderno:

Elude lo político y pretende mostrar la manera en que la magia del detalle, de lo fútil, puede ser un medio para superar las contradicciones características del mundo moderno. Por otro lado, es instructivo destacar que semejante perspectiva pone el acento en el aspecto multiforme de la experiencia estética, en su lado caleidoscópico, en su eficacia creativa. Queda claro que la estética ya no puede ser considerada algo autónomo, separado de la vida, sino que, por el contrario, es la vida misma, que no es más que otra manera de decir el “aura” que envuelve, que sirve de matriz a la vida social (Maffesoli, 2007: 57).

La sensibilidad contemporánea se traduce en el deseo de estar juntos, sin importar incluso la economía de las prácticas y su eje mercantil. Una vida llena de fragmentos que conquista el estado de gravidez de lo cotidiano. De esta forma, cada elemento de la experiencia queda suspendido en el todo de la imagen. La metáfora de los mosaicos de Benjamin traduce que cada elemento sustenta el movimiento aleatorio, o no, de la vida; cada fragmento resulta importante para comprender el todo de la obra. La experiencia estética ya no puede considerarse como algo autónomo, separado de la vida. Es decir, cada elemento de la vida cotidiana queda suspendido en el todo de la imagen colectiva, y formula una estética social.

Es entonces cuando resulta preciso distinguir entre las prácticas que detentan un ejercicio de poder y aquellas que desarrollan estrategias generadas desde el cuerpo social hacia un consenso de las necesidades que las mencionadas prácticas -discursivas, incluso- sustentan; sin embargo, desde esta perspectiva, arte y política no solamente se presentan como fuerzas que se desplazan al mismo ritmo y en igual dirección, sino que también son dependientes la una de la otra. Si bien cada época presenta sus propios mecanismos y actores disruptores, pensemos por ejemplo en los diversos momentos de la historia del arte del siglo XX donde estos procesos -identificados como rupturas- resignifican discursos y prácticas, y establecen nuevas formas de apreciación y consumo, como fue el caso del movimiento muralista en México, un momento de suma importancia para el análisis sociológico.

Por ello, resulta importante distinguir lo que socialmente se comprende como arte, política y política revolucionaria. Los tres conceptos, aunque funcionan como vasos comunicantes, para su plena comprensión resulta necesario tener plena conciencia del contexto específico en el que fueron formulados y desplazados. Para Susan Buck Morss, esto resulta sumamente pertinente, pues aunque pareciera una especie de ingenuidad, lo cierto es que el tiempo histórico marca definitivamente la comprensión de cada uno de los procesos, desde el momento en que se introduce una propuesta, donde no resulta extraño el hecho de que en la percepción de los espectadores se presente incluso un índice de confusión o desagrado, como se advirtió en el caso del surrealismo, hasta el momento en que se instauran mecanismos de legitimación en torno al movimiento, obras y artistas (Buck Morss, 1998).

El desplazamiento de estos procesos es posible por el hecho de que dentro de ellos se proyectan una serie de valores culturales, así como un espacio histórico determinado. En este sentido, reflexionamos sobre la riqueza que el fenómeno supone para el análisis sociológico. Al respecto, si bien Bourdieu integra a su análisis el aspecto de los campos artísticos y la implicación de los capitales que los actores han desarrollado a través de sus habitus -capital cultural, capital simbólico-, para el análisis de la conformación del gusto y de la recepción de obras y artistas dentro del campo artístico, no reflexiona de manera integral sobre los elementos estéticos que desatan otra serie de procesos y prácticas tanto al interior de dicho campo, como también en el consumo de los públicos, especializados o no.

De esta forma, la sociología del arte plantea una necesidad transdisciplinaria que, como hemos advertido, adquiere relevancia de acuerdo con las características del fenómeno artístico. El enriquecimiento del que la dotan otras disciplinas como la estética, la filosofía política, la antropología y la historia del arte implica no sólo abrir paradigmas, sino el pleno fortalecimiento epistemológico que el objeto nos reclama, con el fin de que nuestro análisis cuente con las herramientas y los saberes necesarios para analizar debidamente incluso aquellas áreas porosas y opacas que dentro de los márgenes estéticos o políticos escapan a la mirada de nuestra disciplina. De igual forma, el diseño metodológico quedará necesariamente trastocado por las influencias no sólo de otros ámbitos disciplinares, sino porque los planteamientos artísticos sostienen dentro de su propuesta plástica cruces incluso con nuestra disciplina, como es el caso del trabajo de la artista mexicana Mónica Mayer.

Resulta comprensible que aún exista reticencia para analizar y reflexionar sobre los aportes que los elementos de carácter simbólico pueden brindar a una investigación sobre sociología del arte, sobre todo por la condición objetiva que nuestra disciplina reclama; sin embargo, la trama política sobre la que se teje la producción del arte moderno y contemporáneo obliga a analizar de manera profunda, y en un ejercicio casi microsociológico, las diversas condiciones técnicas de la obra -formatos, influencias, técnicas-, para comprender no sólo las condiciones en las que son desarrolladas tales propuestas, sino el contexto mismo.

Como lo hemos analizado, al enunciar la condición política de la vida social no sugerimos hablar ni de mecanismos de poder o de obras y artistas que sostengan una estructura de fetichismo político, sino que, dentro del régimen de visibilidad de las piezas, se contempla un diálogo con el contexto social, con las prácticas y demandas que en él se sustentan, al mismo tiempo que se concretan los espacios de autonomía en la producción artística: el orden, lugares y ocupaciones considerados dentro del campo artístico.

Diversos artistas y obras nos obligan a realizar una revisión crítica sobre el desplazamiento de los conceptos que hemos mencionado -política, política revolucionaria, vanguardia-; sin embargo, no debemos olvidar que el sistema económico, la influencia del mercado y la estructura del mismo proponen una tensión en la lectura de nuestro contexto. La escena actual del arte contemporáneo a nivel global plantea que el aspecto del capital y la influencia del mercado pueden generar un cambio en la percepción, e incluso en el propio gusto, de cara a los artistas y sus obras. Al respecto, el concepto de capitalismo artístico que plantean Lipovetsky y Serroy detona una fuerte duda sobre la capacidad del arte -incluso desde su dimensión autónoma- para generar mecanismos de activación política, pues encara la posición de ser incluso un dispositivo de agencia económica vinculado directamente con el sistema de servicios, es decir, se convierte en una actividad más dentro de la cadena de producción: “El capitalismo artístico o transestético no es solamente el sistema que adapta al mundo de la empresa, los valores o la ideología artísticos; es ante todo el sistema que amplía e incorpora a su funcionamiento incluso las actividades relevantes del mundo del arte, hasta el punto de convertirlas en una dimensión mayor de la vida económica” (Lipovetsky y Serroy, 2015: 52-53).

Esta transformación, a la que se refieren Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, sustenta la generación de los mecanismos legitimadores gestados desde el mercado -el mecenazgo o los grupos empresariales-, así como desde la academia y la crítica. En el caso del campo artístico de la Ciudad de México podemos verlo en relación con los apoyos estatales, pero también en cuanto a las reglas que dictan fundaciones como Fundación Slim, Fundación Bancomer y Fundación Jumex, por nombrar a las más visibles, que establecen posiciones y disposiciones dentro del campo artístico que igualmente revelan una tendencia al cambio de acuerdo con los contextos. Tales disposiciones corresponden a reglas que se configuran a partir de las jerarquías y la posesión de capitales, tanto de los directores de museos, presidentes y patrones de fundaciones, como de galeristas y todo tipo de mecenazgos, ya que, unos y otros, detentan un determinado poder sobre las formas de producción, circulación y consumo de estéticas y discursos (Bourdieu y Wacquant, 1995). Sin todos estos apoyos -que desde luego consolidan la figura del artista-, el poder que tiene una propuesta artística queda desdibujado del mapa del arte contemporáneo; sin embargo, si los apoyos son otorgados, y las piezas obtienen su lugar en el panorama artístico y mercantil donde el nivel de consumo socialmente lo supone todo, su articulación con posibles luchas y/o apuestas políticas queda desafiada y cuestionada ante la pregunta de si acaso ese mismo arte -que puede incluso defender las causas sociales más justas-, no pierde su efecto disruptivo.

A manera de conclusiones

Finalmente, más que proponer que entendamos los procesos antes mencionados como un transcurrir en vías paralelas en lo que se refiere a la producción del arte contemporáneo, exponemos la necesidad de analizar debidamente las prácticas y actores que influyen directamente en la producción artística, pero que no siempre se observan como actores que tienen una influencia directa. Como lo menciona Susan Buck Morss, la circunstancia de que los públicos sean invisibilizados dentro de estos procesos puede incluso desactivar el lugar de lo político en el arte, ya que desde el espacio de la teoría y la crítica se desplaza el aspecto crítico en las propuestas artísticas, para dar lugar a la concepción de un canon o una postura legitimadora de frente a las instituciones -dentro o fuera de la colectividad-, por lo que “el canon institucionalizado del trabajo de artistas políticos amenaza en convertirlo simple y sencillamente en otro género artístico” (Buck Morss, 2007). En este sentido, nuestras propias investigaciones deben proponer una autocrítica que sea capaz de evaluar la resonancia de nuestras ideas y de los autores que convocamos al concierto analítico. No resulta gratuito que en los estudios que plantean una reflexión crítica sobre el presente y futuro de las artes otorguemos un lugar, muchas veces preponderante, a autores que son ya canónicos para tratar estos temas, como Benjamin, Foucault, Gramsci, Balibar, Habermas, Spivak y Agamben. Esta práctica desde la academia muestra una tradición enfocada a debatir en torno del arte crítico y político que, de alguna manera, conforma una legitimación y un nicho para los artistas que, debemos decirlo, en algún momento pueden volverse políticamente correctos.

Por otro lado, en la acción de exponer se encuentra suspendida la eficacia de la acción social, pues mediante ella la obra de arte quedará implantada en el eje social, producirá imaginarios, creará públicos y relaciones mercantiles; dará coordenadas dentro del mapa de representación para que el presente análisis encuentre una verdadera justificación.

Por ello, la clave para comprender desde la sociología los márgenes de representación de la obra de arte se encuentra ligada al contexto social en el que ésta se produce. A partir de los conceptos de mediación cultural8 y contexto social sustentamos la importancia del análisis sociológico frente al arte, pues entre ambos se configura la pertinencia epistemológica, ya que se recupera, por un lado, el peso de la institución frente a la vida social, pero también las condiciones históricas, políticas y sociales que intervienen de manera directa dentro de la producción artística.

Recapitulando y a manera de colofón, el estudio nos reveló la existencia de dos vías para abordar la relación arte-sociedad. La de los que hacen un análisis sociológico del arte y aquélla de los que buscan apuntalar una sociología del arte para abordarla. Ambas rutas han sido prolíficas. Lo importante es aprovechar el estímulo que parte del continuum arte-sociedad-sociología para mover las fronteras epistemológicas, mediante recursos inter y transdisciplinarios, que redunden en el enriquecimiento de la propia sociología.

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Aunque los esfuerzos de este prolífico intelectual por crear una sociología del arte se remontan a 1951 con la publicación de la primera edición de su Historia social de la literatura y el arte, inspirada en la obra de Karl Mannheim (Hauser, 1980), que desembocó en los tres tomos de Historia social del arte y la literatura y los cinco volúmenes de Sociología del arte, cuyo antecedente fue, justamente, Fundamentos de la sociología del arte (Hauser, 1982).

Su primera edición de este libro en español, pues antes fue publicado en alemán, data de 1979. Para ese año, la obra ya lucía un tanto desfasada, sino es que extemporánea. Ese mismo año aparece el libro de Néstor García Canclini, La producción simbólica. Teoría y método en la sociología del arte (García Canclini, 2001).

Habría que anotar que antes de este primer ciclo existen autores que expresan las primeras reflexiones en torno a la relación entre lo social y sociológico con el arte; el más remoto es Jean Marie Guyau (s. f.), quien a finales del siglo XIX escribió El arte desde el punto de vista sociológico y ya en pleno siglo XX, el libro de Erwin Panofsky (1976), Gothic. Architecture and Scholasticism, sin olvidar la tan vasta y criticada pero imprescindible obra de Arnold Hauser como historiador del arte y como sociólogo.

A excepción de Vicenç Furió, historiador del arte, y de Raymond Williams, escritor, crítico, historiador del arte y profesor de teatro, el resto de esta pléyade está conformada por sociólogos o filósofos que se asumieron como sociólogos.

A pesar de la errática edición y el desafortunado epílogo por parte del editor, el libro reúne dos trabajos: “Arte líquido” y “Arte, muerte y posmodernidad”, además de una entrevista a Zigmunt Bauman.

Círculos menores del mundo cultural y artístico que tratan de estar a la moda o a tono con las corrientes de vanguardia (Bell, 1982: 32).

Sobre estas cuestiones, véanse: Una epistemología del sur (De Sousa, 2013) y Modernidad como conciencia del mundo (Kozlarek, 2014).

Entendemos por mediación cultural a las instituciones académicas y culturales donde se preserva el hilo conductor del Estado, así como a las industrias culturales.